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Con Schultes en la selva

Sentí de repente un olor fuertísimo a esmalte de uñas y no podía venir de nadie más en el bus, que de la chica que iba en el asiento de adelante. Estaba vestida con ropa de auxiliar de enfermería, cabello cogido con cola alta y la piel pálida, definitivamente por falta de sol. Supuse que el olor a esmalte podía venir de algún fármaco especial que se había adherido a su piel con el tiempo y el encierro de las clínicas. Era un olor que incluso abriendo la ventanilla, permanecía en el interior escondiéndose del frío. Me hizo recordar a una amable copera que trabaja en un bar al que frecuento. Ella se sentaba en mi mesa y sacaba de una bolsa de plástico rosada un montón de esmaltes y pinceles para uñas, limas también y cuanta cosa hay para el embellecimiento de las manos. Yo tomaba cerveza y fumaba cigarrillos sin filtro, e incluso en esos momentos cuando llenaba todo mi espacio de humo azul, el olor del barniz entraba en mi nariz y allí se quedaba arruinándome el sabor de la cerveza. Era un olor que desconcentraba, podía estar perdido en una idea magnífica y aquel aroma lo derrumbaba con un simple viento. Lo mismo me ocurría en aquel bus. En ese preciso instante, me encontraba delirando con una mariposa ocre que movía lentamente las alas mientras yacía boca abajo en el techo del bus; la vi por pura casualidad, simplemente estirando el cuello y allí estaba, lejos de cualquier contexto donde yo imaginara que estuviese una mariposa. La contemplé. Alcancé a ver un par de ochos en los extremos superiores de las alas; las antenas, no las vi. Pero la peste de cosmético me tomó por el rostro y me ahuyentó de mi mariposa. En ese momento fue cuando abrí la ventanilla y recordé a la buena copera. De suerte alguien hizo que el bus se detuviera y entonces pude distraerme también del olor. Devolví la mirada hacia el lugar de la pequeña mariposa, pero no estaba, ¿a dónde podía ir una mariposa en un bus? Perdida en aquel enorme capullo de metal. Fui a buscar el insecto en el libro de Schultes que llevaba en la mochila y lo primero que encontré fue un  enorme río, El Amazonas Perdido, allí no iba a encontrar olor a esmalte.

Pasé las páginas del libro y vi tantas fotografías que nunca había visto, incluso leí un poco conociendo nombres de tribus que no imaginaba, todos los hijos del jaguar sonreían en el borde del gran río. Pero yo no estaba entre altos árboles, ni conociendo culturas de tradiciones amables y verdes, me encontraba bajo un casco de smog y escuchando cosas que no debía escuchar. “¡Qué carro tan lindo! Yo quiero tener plata para grande manejar un carro así”. Dijo un niño a su madre. Vaya que la juventud desea dinero, tienen sus pequeños pechitos palpitando por ello. “¡Quiero ser empresario!” gritó alegremente el cachorro. No me gustó escucharlo. Mis aspiraciones económicas no son tan altas como las emocionales; no altas, es mejor decir fuertes, ansiosas, y después de todo soy muy simple, casi sin sabor; me gusta la cerveza tibia, los cigarrillos tostados y las mujeres que sonríen. No sé qué pensaría Schultes. A mí no se me ocurre mirar el dinero para acumular, pero entiendo que me facilita los placeres que me interesan de la vida y todos con el único propósito de huirle a la sobriedad, porque ¡claro!, no quiero aceptar que lo que hay fuera de mí es muy real. Y ¡VAYA!, que me desconcentro, no sé atarme muy bien los cordones de la vida, de mi vida. ¿Qué fue lo que dijo el niño? Desapareció, pero no se fue con la mariposa.

Tres horas después, me encontraba sentado aniquilando un sixpack de cervezas en un bar de Belén. Había estado hojeando el libro sobre el Amazonas, el que ya no me separaba de la mano que amo. Miraba cada fotografía, las contemplaba con el deseo de haber sido el que las tomó, o por lo menos presenciar el instante; y así fue, las fotografías estaban vivas, todas. La selva sabe soñar en blanco y negro. Una de ellas, de las fotos, llamó mi atención, particularmente aquella porque se encontraban tres niños de espalda al lente, usando nada más que una línea de bejuco como prenda, y miraban hacía el gran río, el que no se dibuja entre los árboles para que el hombre lo cruce. Era el impacto de la imagen, solo eso. Entró en mis ojos con mayor fuerza que aquel esmalte.

Fui interrumpido por mi amiga la señorita bicicleta, una mágica mujer de Condoto, Chocó; negra como el amor. Bebió una cerveza conmigo y me dijo secándose el sudor de la cara: “Voy para La Fiesta del Libro, veni conmigo”. Terminé lo que tenía de cerveza y le dije que sí. 

– Vamos en el Metro – y saqué un cigarrillo.

– No puedo dejar la cicla acá, vámonos en ella.

Entonces nos montamos, yo a los pedales porque no soportaba la barra delantera entre mis piernas. Cogimos calle abajo por toda la 30 a paso de locos. Con aquellas cervezas en mi cabeza la velocidad era muy subjetiva, y la mágica mujer se encontraba en oposición a mí. “¡Estás muy loco, estás muy loco!”. Como ella iba a la delantera, aplicó los frenos antes de salir hacía la 33. “¿Qué te parece si compramos una botella de ron? Así no te voy a parecer tan loco”. No meditó mucho para aceptar. Ella me agradaba mucho, siempre estaba dispuesta a tomarse un trago conmigo. Nos hicimos a la botella de ron y seguimos nuestro camino hacia el Jardín Botánico. Mientras pedaleaba iba tomando a pico de botella el ron y con mucho cuidado reducía la velocidad para que mi amiga pudiera beber también. Le proporcionaba en la garganta un largo trago y ella mirando de reojo dirigía la marcha. Nos reíamos y vencíamos a los carros en carrera, aquel niño y sus deseos de lujo no superaban nuestro entusiasmo de vida.

Decidimos recortar camino y tomar un atajo a través de Barrio Triste. Para antes de entrar en las calles bloqueadas por talleres mecánicos, terminamos el ron, y al decir terminamos no me refiero a mi querida amiga y yo solos. El alcohol saltaba en nuestro cuerpo y comenzamos a repartir agua bendita a cuanta persona encontrábamos, la mayoría eran personas de calle y viejos. Yo me sentí tremendamente feliz dando alegría de esa manera a alguien que no conocía. Dimos un largo trago a un moreno que cargaba costales y entonces apreció otro más joven y pidió también, todo el que pedía era bañado por nuestra generosidad. Ya sin licor comenzamos a atravesar Barrio Triste. Schultes iba tomando fotografías, ahora los indígenas no estaban entre árboles, se encontraban arrinconados en las esquinas de una ciudad negra.

Mi amiga llevaba la cicla en la mano y yo caminaba a su lado. La calle estaba sucia y llena de charcos, y un olor a grasa abrazaba el aire. Me entraron unas tremendas ganas de orinar y me metí en una cantina, mi amiga me esperó afuera. La mujer que atendía en la barra, tenía labios rojos con un tono tirado hacia el fucsia y me dijo: “El baño cuesta 500 pesos” yo entré, oriné con todo el placer posible. Cuando salí pedí un ron y entonces no tuve que pagar el baño. Mi amiga y yo seguimos caminando hasta que, ya faltando poco para llegar al Jardín Botánico, nos encontramos con un campamento de indigentes. Esa era la tribu que yo iba a descubrir, Schultes me enseñaba. Comencé a hablar con uno de ellos, tuve suerte, era con él con quien debía hablar. Me dijo que nació en la calle, yo no hice otra cosa que creerle, y me reía con él. Pregunté si podía entrar en el campamento y tomándome por el hombro me llevó al interior de la selva. Era un infierno de bazuco y de un aroma a sudor y mugre inaguantable. Todo lo que veía me parecía insoportable, no quería aceptar que los hombres llegaran a aquel grado de decadencia, la podredumbre me parece una estupidez, no hay nada de prodigioso en ella. Pero la verdad no importaba, por lo menos en ese instante. Invité a bazuco a mi acompañante y luego otros comenzaron a pedir que también los invitara. Salí del campamento con nada más que un pasaje de bus y mi libro El Amazonas Perdido. Mi acompañante dijo: “Esto es por lo único que vale la pena estar en la calle” y alzó el cigarrillo de bazuco que yo acababa de comprarle. Me despedí de él sin pensar en nada y fue en el momento en que caí en cuenta de que mi amiga ya no estaba conmigo, había desaparecido, lo que siempre he supuesto es que no quiso perder la bicicleta en el interior de esa jungla, y entonces se fue.

Yo me subí en un bus, ya no quería ninguna Fiesta del Libro, ni ningún Jardín Botánico, ni nada; solo veía mi casa como única posibilidad de destino. Pagué el pasaje, me senté hasta atrás, miré por la ventanilla, ya la tarde chispeaba amarilla; luego regresé la vista al interior del bus y entonces vi la mariposa ocre.

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