En Oaxaca quise explorar los orígenes del artista mexicano Rufino Tamayo. Su obra me había cautivado hace un par de otoños en el Museo de Arte de Filadelfia, cuando asistí a una muestra sobre el arte modernista que retrató la Revolución Mexicana. En aquella exposición me conmovió sobre todo un óleo de Tamayo: un retrato de un hombre y una mujer indígenas, cuyos rostros del color de tierra arcillosa lucían expresiones dignas, serenas y perseverantes ante un paisaje austero. Una conversación que sostuve sobre esa obra con Liliana, una inteligente y perspicaz mujer mexicano-neoyorquina, graduada de Brooklyn College en historia del arte, atizó mi interés por explorar la obra del artista oaxaqueño. Me encendió el deseo de observar, percibir y saber más.
Por ello apenas pude visité el Museo de Arte Prehispánico de México Rufino Tamayo. Llegué al final de una mañana candente a la antigua casa virreinal donde su ubica el museo en Oaxaca. El sol abrasaba el patio interior pero el frescor de los cuartos transformados en salas invitaba a observar la exposición con calma.
Me atrajo el principio organizador de la colección. Concibe como obras de arte cada una de las piezas prehispánicas de alfarería y piedra tallada que reúne. Rufino y su compañera de vida, Olga Flores, coleccionaron obras de las diversas regiones, culturas y periodos históricos del México prehispánicocon criterio estético, seleccionándolas según sus cualidades artísticas. Recorrí cada una de las cinco salas con la sensación de libertad lúdica y espontaneidad perceptiva que me causaba el encontrarme en un museo de arte y no de antropología. Dejé que las piezas me convocaran por su expresividad y emotividad.
Sin planearlo, me detuve por largo rato frente a piezas de cerámica que representaban músicos prehispánicos: un hombre de barro gris de Nayarit, cantando sentado y tocando raspador (periodo preclásico, 1200 a.C. – 200 d.C.); un flautista de pie y un percusionista sentado sobre su tambor, ambos de barro bruñido en tonos ocre, hallados en Colima (preclásico tardío); y un danzante negruzco con sonajero de Veracruz (clásico, 200 – 750 d.C.). En mi mente armé un conjunto de música similar al de mis amigos colombianos y puertorriqueños de Yotoco en Brooklyn. Me divertía la idea de una fiesta bailable prehispánica: “Pero qué bonito y sabroso bailan [al ritmo] las mexicanas”.
La idea del baile me despertó la sensualidad, supongo, porque me detuve largo rato también frente a representaciones de Tlazoltéotl, diosa mexica de la sexualidad, y Xipé Tótec, dios tolteca de la fecundidad. Ambas piezas postclásicas de cerámica gris aún mostraban rastros de los pigmentos azulados y rojizos que las decoraban. También contemplé con cuidado una bellísima cabeza de jaguar zapoteca esculpida en piedra, en parte porque sabía que era la escultura prehispánica favorita de Tamayo, y en parte porque me recordó tanto a los jaguares de los bosques lluviosos de Costa Rica como al mural del Ix Café, rincón guatemalteco en Brooklyn donde he sido feliz.
Cuando salí de la última sala, me quedé sentado bajo la sombra de un alero junto al patio soleado, adaptándome de nuevo a la intensidad de la luz y procesando en mi mente lo que había observado. Además de vivir mi propia experiencia lúdico-estética, había presenciado el gusto de Tamayo por el arte prehispánico que influenció su obra modernista mexicana. Pero más allá de haberse nutrido de sus raíces mexicanas, Tamayo dialogó a través de su obra con las vanguardias artísticas internacionales del siglo XX. Yo sabía, entonces, que días después debería visitar el Museo Tamayo de Arte Contemporáneo en la Ciudad de México, para redondear mi experiencia mexicana y cosmopolita en compañía del maestro oaxaqueño.
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