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Comprarse un problema

CARACAS: Mi primer carro fue un Neón del año 97, nada mal si consideramos que corría el año 2000 y yo solo tenía 20 años. Pero con la compra de mi primer auto, también vinieron mis primeros traumas. Como todo matrimonio mi fiel, Neón RX y yo nos llevábamos de maravilla, yo le hacía su servicio cada 5000 Km y él me llevaba a donde yo lo condujera. Todo era color de rosa, hasta aquel fatídico fin de semana, cuando por un ridículo sentimiento de paternidad, decidí prestarle mi vehículo a mi hermano menor.

Esa noche no dormí nada bien, pensando en las mil cosas que podían pasarles a mi hermano o a mi carro (aunque aquí entre nos, yo quiero mucho a mi hermano pero en esa época me desvivía por el Neón). A la mañana siguiente me despertó una llamada de mi hermano para anunciarme aquel acierto de la ley de atracción, que no sólo atrae lo bueno sino también lo malo: Un camión 350 lo sacó del camino y lo único que se salvó fue el radio, mi CD favorito de Fito Páez, ah y claro, mi hermanito.

Los meses posteriores al accidente fueron un suplicio, iba de taller en taller con el amasijo de lo que una vez fuera mi compañero inseparable en la ruta, eso sí, con la esperanza de que algún mecánico prodigioso obrara el milagro de devolverle su esplendor. Al final decidí venderlo y con el dinero que me dieran en la chatarrera, más otros ahorros compraría un departamento.

Pero la malvada inflación que siempre ha hecho mella en los sueños de los jóvenes latinoamericanos hizo su aparición, por lo que la adquisición de vivienda nunca se concretó. Con la esperanza de que todo mejoraría y que la situación económica sería sólo un bache, acordé no tocar mis ahorros, así que pasé unos cuantos meses de peatón, con el pensamiento de que los grandes escritores andan a pie, por aquello de conocer la ciudad. Pero no conté con que Caracas, sería una ciudad idónea para las historias de West Craven o Stephen King. Imagínense no tenemos ni aceras, solo pueden andar los carros.

Al no soportar la lucha contra los vehículos, no me quedó más remedio que comprarme otro carro, claro, debía pasar primero por la procesión que constituye la solicitud de un crédito bancario, que fue aprobado a los 90 días, después transarme con el vendedor del concesionario para que me adelantara unos puestos en la larga lista de espera donde había que anotarse para que, cuando llegaran los dólares preferenciales, las ensambladoras tuvieran la gentileza de armar los carros y llevarlos hasta el consumidor. Todo el tramite en mi caso duró 9 meses, todo un parto. Pero como siempre, la ley de atracción volvía a hacer de las suyas, y gracias a mi actitud de “seguro va a pasar algo” para cuando llegó mi Aveo automático, el crédito se había vencido y tenía que hacer de nuevo todo el proceso. Obviamente desistí.

Finalmente me compré un Fiat Palio 2005, una obra de arte de la ingeniería italiana, de verdad estaba muy ilusionado con manejarlo por las carreteras del país. La ilusión se desvaneció cuando me senté al volante y noté que el carro era sincrónico ¿qué más podía pasar? Le rogué a mi único hermano (al que se salvó del choque) que me diera unas clases, pero su paciencia no fue mucha, así que acudí a mi padre, quien si tenía paciencia. Pero no aprendí a manejar sincrónico por la paciencia de papá, sino por la rubia de ojos azules que hoy en día es la madre de mis dos hijos: mi muñeca. El Afán de escaparnos a la playa, a la montaña o a cualquier escondite que esta ciudad nos brindaba para amarnos, fue motor suficiente para convertirme en el maestro de las pistas. Luego nos casamos, nos fuimos de luna de miel, y después llegó nuestro hijo. Cuando él nació yo no estaba en el país, pero de haber estado, de seguro hubiese llevado a mi mujer a la clínica en nuestro Fiat Palio. Para cuando llegó mi hija, fue mi Fiat el que nos condujo a los cuatro a nuestra nueva casa.

Precisamente el crecimiento de la familia, me obligó a tomar una decisión de la que me arrepiento ahora: Vendí nuestro Fiat Palio 2005 para comprar una Kia, que realmente nos ofrecía confort y espacio, pero de movilidad nada. Esa camioneta se la pasó más en el taller mecánico de mi hermano que en la vía, por eso decidimos venderla y justo cuando estábamos en trámites de papeleo para ponerla a mi nombre descubrimos que había una irregularidad, pues el dueño original, quien era un compositor muy famoso de música venezolana, tenía que firmarme un poder, cosa que no haría, pues era más sencillo ubicar al presidente que al artista en cuestión. Es por eso que escribo estas líneas desde la cómoda camioneta, que está averiada por un repuesto, que de paso no se consigue. Probablemente mi hijo vaya a la universidad en ella (si enciende) pues, jamás podré venderla.

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