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esteban escalona
Photo by: Simon Greening ©

Common sense

“Pepe grillo” se enfadó. Obviamente yo estaba muy lento y torpe en el uso de las herramientas. Peor aún, a veces no atendía correctamente las instrucciones que me daba y debía hacer un montón de caóticos malabares antes de volver a preguntar. Pero como no, siempre he sido muy torpe en los trabajos de construcción. Pero se lo advertí. Tenía plena conciencia del desafío de trabajar con él, porque es un experto en todo esto de construir, reparaciones y en las mantenciones de edificios. Recuerdo que cuando tenía cinco años, mi padre me regaló un set de herramientas de carpintería para que así me acostumbrara a trabajar junto a él. Me gustaba jugar con el martillo y serrucho de plástico, imitando los movimientos que mi padre hacía mientras cortaba la madera del futuro mueble para la cocina, mientras martillaba los clavos del ropero de nuestro dormitorio o atornillaba las repisas para nuestros libros. En esos tiempos (principios de los ochenta) se usaban herramientas manuales; entonces, para perforar la madera, mi padre utilizaba un taladro manual. Debía cargar su pecho sobre el mango y luego girar la manivela que movía la broca penetrando lastimosamente la madera. Para alisar las tablas, usaba un cepillo de carpintero (Stanley), que era de madera con una hoja de acero que se debía nivelar, encerar su base con los restos de una vela, y solo entonces estaba lista para cepillar en un monótono vaivén. Una y otra vez, iban sus brazos con la fuerza justa para no dañar la pieza trabajada. Era una faena que mi padre hacía con fuerza y precisión. Aún veo la camisa arremangada, el lápiz de carpintero en su oreja, su gorro de lana y sus antebrazos fuertes con polvillo de madera. Es extraño, pero siento que el tiempo tenía otra forma, cuando recuerdo ese olor a madera de “Pino Oregón” que se desprendía en cada cepillada y la brisa salina de Talcahuano levantaba la tierra de las calles de mi barrio.

Pero siempre fui su ayudante.

En mi adolescencia, cuando tuve que postular a la secundaria, mi padre me inscribió en un liceo técnico católico, “Los Salesianos”, en la ciudad de Concepción. Allí enseñaban a los jóvenes un oficio como, electricista, mecánica, carpintería, diseño, etc. Para ser aceptado, además de las pruebas regulares, debía de rendir un examen técnico muy sencillo: hacer una instalación básica para encender una ampolleta. Y bueno, yo fui el único del grupo que no pudo encenderla. Sentí vergüenza y nunca se lo dije. A veces pienso que habría sido de mi vida si la hubiese logrado encender.

Y ahora estoy aquí, en la casa del “pepe grillo”, en un lugar que le dicen Hopewell Junction (a una hora de Manhattan) ayudándole a poner el piso de cerámica de su baño nuevo. Me siento feliz porque me ha enseñado cosas tan básicas, como el uso correcto de las herramientas hasta otras más complejas como instalar muros, techos, y ahora cerámicas del baño. Hemos estado todo el día de rodillas poniendo la pasta, cortando cerámicas, nivelando el piso con firmes golpes de puño. Me duele todo el cuerpo. He tratado de hacer las cosas bien, pero no todo me ha resultado. El domingo tuve que desarmar parte de lo que había hecho porque las baldosas estaban desniveladas. — El nivelador no miente—, me dijo y se fue a hacer no sé qué al otro cuarto. Alcancé a preguntar, ¿cómo lo arreglo? — Usa tu sentido común, no te puedo decir todo—. Eso me respondió en su retirada. Demonios, era algo complicado para mí que solo sé usar el desatornillador, el alicate y el martillo (y ahora que Esteban me ha enseñado como usarlos correctamente, me doy cuenta que, encima, toda mi vida los he usado mal). Pero el asunto explotó cuando tuve que sacar unos clavos del muro.

La orden que me dio era la siguiente:

Con un alicate o más bien tenaza de pico curvo (pliers fulcrum), tenía que sacar un clavo que estaba en el muro muy a ras del piso. Algo muy simple de hacer. Me puse de rodillas, tomé el clavo con la tenaza y lo apreté bien fuerte. Carente de toda técnica comencé a jalar el clavo como si sacara la muela del juicio. No salía. Luego me tendí de costado y tampoco. Me detuve. Tomé aire y comencé a zamarrearlo disgustado porque el maldito clavo no salía y no había caso porque ni siquiera había aflojado un poco. Iba a realizar un nuevo esfuerzo cuando escuché la voz seca y cortante de “Pepe Grillo” en mi espalda.

– ¿Que estás haciendo?
– Sacando el clavo que me dijiste— le respondí confundido.
– ¿Pero cómo lo estas sacando? Vas a romper el muro si sigues tirando así. Fíjate en la forma curva del alicate, ¿por qué crees que es así?

“Pepe grillo” estaba molesto. Me sentí tenso, como si fuera un concursante del programa “Quien quiere ser millonario” pero donde en realidad el titulo era “Quien quiere quedar como huevón” y yo iba de candidato seguro.

– No se.
– Puta huevón, ¡usa tu sentido común!

Lo miré como buscando una explicación, y no sé porque cresta recordé los guacamayos multicolores de la selva amazónica que tienen el pico curvo, y fue la primera vez que me pregunté porque mierda esos pajarracos tienen el pico tan curvo. Pregunta interesante, pero poco apropiada para el momento; más aún, si “pepe grillo” se mostraba muy irritado. Tomó el alicate y mostrándomelo con la misma severidad de un profesor de anatomía que enseña la forma de un cráneo a sus alumnos, continuó:

– Pero mira la forma curva, ¿porque crees que es así? Piensa un poco, es cosa de sentido común…

Yo seguía en silencio pensando en esos Guacamayos, recordando esas imágenes, buscando alguna pista en sus picoteos de frutas, de ramas de los árboles, pero nada. A esta altura, me dio risa la situación. Pero él se agachó, tomó el clavo con el alicate y moviendo de un lado y para otro, siguiendo la forma curva de la herramienta, lo sacó fácilmente como si fuera la espada de Excalibur y él, rey de Hopewell Junction.
– Como no se te ocurrió hacer esto, es cosa de sentido común, ¡common sense!

Ya no era la primera vez que me reprochaba por no usar el sentido común y yo también me sentía frustrado. Entonces le dije que el sentido común no existe. Y fue como si al Obispo de Brooklyn le hubiese dicho que Dios no existe. Sin duda mi revelación cuestionaba sus más arraigados paradigmas.

– ¿Como que no existe? Si todas las personas lo utilizan, yo lo he usado toda la vida.

– Por ejemplo, para los hindúes — comencé mi explicación— el sentido común les dice que las vacas son sagradas. ¿Eso es de sentido común para ti?

– Sí, pero el ejemplo de las vacas es malo, te fuiste al extremo…

– Otro ejemplo. Una vez me dijiste que uno de tus trabajadores siempre te habla de la Biblia y que para él los que no creen en Dios y en su religión se van a pudrir en el infierno, ¿cierto?

– Cierto,

– Y eso, tiene ¿sentido para ti?, claro que no, pero para todos ellos sí tiene sentido y es común para todos los que profesan esa religión. El sentido común depende de las experiencias de cada persona, está muy arraigado a las vivencias personales y culturales. Por lo tanto, el sentido común es lo menos común que existe. Si yo hubiese trabajado con herramientas durante mucho tiempo, créeme que, con solo ver esta tenaza, sabría como usarla, aunque no la haya visto en mi vida.

“Pepe grillo” se notaba confundido pero reacio a ceder, se defendió como “gato de espaldas”, buscando argumentos hasta que me hizo la pregunta del millón:

– Bueno, ¿entonces como solucionamos los problemas si todos somos diferentes y vemos la vida de forma diferentes?
– Con empatía, respondí.

Hace unos días, mientras nos dirigíamos a hacer un trabajo en un restaurante a las afueras de Manhattan y conducía la comercial van, me confidenció: y pensar que toda mi vida estuve equivocado, voy a tratar de no usar el “common sense” con otras personas. No le dije nada, solamente seguí buscando una canción de Steve Perry en el teléfono para amenizar el viaje, pero me alegré de escuchar eso. Me gusta saber que mi amigo Esteban “pepe grillo” aprende cosas nuevas; mejor aún, se muestra interesado en estas cuestiones “filosóficas” que en apariencia no tienen utilidad alguna pero que alivianarían la vida de muchas personas. Por mi parte, me gusta acompañarlo en sus trabajos, porque, aunque a veces no me tenga mucha paciencia, veo que se empeña en enseñarme, a mi, que soy un completo inútil en estos oficios. Hay días en que termino muy cansado. Días en que mis suaves manos de escritor las siento más ásperas y tirantes. Me duelen las muñecas, la espalda, las piernas los glúteos, pero me motiva el hecho de hacer cosas nuevas, de tomar con precisión un taladro, cortar baldosas. Cuando llego a mi cama siento una extraña satisfacción, esa de vivir muchas vidas. Quizás eso sea New York para mi, vivir intensamente y provocar al extremo mis miedos y mi destino. Ahora el “common sense” se convirtió en nuestra broma personal. Entonces, cada vez que algo que parece obvio no lo hacemos bien, en vez de decirnos “que eres huevón”, “eres un boludo” o “un palomo”, simplemente, con un delicado gesto de graciosa petulancia intelectual, nos decimos: “common sense, man, common sense”. Pero detrás de mi gesticulada risa, de las bromas que “pepe grillo” tiene a flor de piel, hay un misterio que aún me sigue rondando, y es sobre esos papagayos y sus picos curvos.


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