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Melanie Márquez Adams

El color de los lagos

—¿Cuál es tu verdadero nombre? —me pregunta, con un ademán muy casual, como si dar un nombre ficticio fuera parte de la rutina.

—Este… no entiendo muy bien lo que quieres decir — contesto, alarmada por el pensamiento de que, a lo mejor, durante la década que he dejado de ser estudiante, se han inventado nuevos códigos para navegar la vida universitaria anglosajona.

—Lo que pasa es que los estudiantes internacionales que conozco suelen escoger un nombre americano porque… bueno ya sabes, los de ellos son difíciles de pronunciar —. Sonríe y sus dientes casi se pierden en aquella piel vampiresa.

Sonrío de vuelta. No es la primera vez que alguien insinúa que no tengo cara de Melanie. —Claro, entiendo. Pero no, en mi caso, ese de verdad es mi nombre — digo sacudiendo mi cabeza, como para corroborar la información—. Más bien, cuando era pequeña, era en mi país donde a veces no sabían cómo pronunciarlo.

—¿En serio? —Frena su risa con la mano mientras le bailan los hombros. Aquel gesto, sumado a su barbilla puntiaguda, me hacen pensar en un villano de caricatura.


Aquellas primeras semanas, cuando regreso exhausta de mis clases nocturnas del posgrado, empiezo a rumear ansiosa por la cocina. Entonces aparece Cindy, presta a ofrecerme sus cajas de galletas o alguno de los dulces que nunca faltan en la bandeja que adorna el centro del mesón.

Tiene mil preguntas acerca del lugar de donde vengo. Quiere saber sobre el clima, la comida, la música; pero, sobre todo, le interesa saber cómo es la gente en aquel rincón del mundo que se le antoja exótico y misterioso. La expresión de su rostro mientras le cuento sobre Ecuador, es como la de un niño cuando descubre una nueva serie animada en la tele.

Cindy nunca ha estado fuera de su país. En realidad, nunca ha viajado más allá de un par de estados vecinos a Tennessee. Su atracción por lo extranjero viene de sus pequeñas experiencias en una escuela rural. Fue allí donde comenzó a interactuar con estudiantes internacionales de Asia y África.

La primera vez que menciona a aquellos antiguos compañeros del cole, sus preciosos ojos se enturbian y adquieren una tonalidad colorada. Le pregunto apenada si alguno de ellos murió. No es así. Resulta que recordarlos le produce una nostalgia terrible. Parece como si estuviera hablando de un grupo de cachorritos abandonados a los que hubiese querido adoptar, pero a los que tan solo le permitieron cuidar por unos días.


Como no tengo coche y no conozco a casi nadie en este lugar, paso buena parte de mis ratos libres con Cindy. Vamos de compras a Wall-Mart o paseamos por uno de los tantos senderos montañeses que nos rodean. En los parques, las graciosas ardillas brincan por todos lados. Le cuento que en la ciudad de dónde vengo, son enormes iguanas las que acechan los rincones verdes.

Sus ojos se convierten en dos perfectos globos azules. Nunca ha sido tan fácil emocionar a alguien con mis historias.


Cindy me invita a acompañarla a la iglesia. Sé que va todos los miércoles en la noche. Le explico con delicadeza que mi tolerancia hacia los sermones está reservada exclusivamente para los domingos.

—El miércoles es noche universitaria —insiste—. No hay sermones. Vas a ver que es divertido. —No me puedo imaginar algo relacionado a la iglesia como divertido, pero me rindo ante aquella mirada de gatito compungido.

Entramos a un auditorio amplio rebosante de adolescentes y veinteañeros. En el escenario, los muchachos de una banda organizan equipos y cables. Antes de alcanzar a preguntar si estamos en una iglesia o en un concierto, nos rodea la oscuridad y de inmediato unas luces de neón empiezan a vibrar junto con las notas del bajo y la guitarra eléctrica.

Cindy cierra los ojos y levanta los brazos mientras mueve su cuerpo suavemente al ritmo del Jesús nos ama del coro. La melodía es pegajosa y la letra de la canción es fácil de seguir. Me dejo llevar y me uno a aquellas voces jóvenes y exaltadas. Mis caderas, las que no han tenido oportunidad de baile desde hace algún tiempo, se mecen contentas.


A veces nos encontramos en la cafetería del centro estudiantil a la hora del almuerzo. Nos entretenemos curioseando la mesa de los estudiantes internacionales. Hay un muchacho en particular que llama la atención de Cindy. Es alto, piel canela y tiene una generosa melena oscura.

Unas semanas más tarde, le doy la sorpresa. He coincidido y conversado con el chico de la cafetería. Su nombre es Eduardo y es de México.

—¡Yo sabía que era latino! —grita—. ¡Tienes que presentármelo por favor! —No sabe si usar las manos para agarrarse el rostro o para aplaudir.

Me dice que siempre ha querido tener un novio latino. Le pregunto por qué.

—Es que me parecen tan sensuales, románticos… —Tuerce la boca mientras piensa qué más decir—. Además, los chicos de aquí, son súper aburridos. Yo quiero algo diferente… algo apasionante—. Sus ojos resplandecen de posibilidades.


Seis años después, curioseando en su página de Facebook, veo a Cindy comprometida con un chico que podría pasar por su hermano. Al parecer, la fantasía del hombre latino no incluía un feliz para siempre. Nuestra amistad no sobrevivió las fricciones de la convivencia. Supongo que la diferencia de edad no ayudó tampoco, o quizás, hay amistades que al igual que las clases, tan solo nos acompañan durante un semestre.

A veces me acuerdo con nostalgia de Cindy y de aquellos días simples de paseos de primavera en que fui descubriendo entre parques y montañas los encantos y desencantos de mi nuevo entorno. Me pregunto si ella también se acuerda de su antigua compañera de apartamento, esa que venía de un lugar lejano. Me gusta imaginar que lo hace y que sus ojos, del color de los lagos en este rincón al que ahora llamo hogar, se nublan de repente con un ocaso de tonos rosa, llenos de recuerdos de iguanas, ardillas y novios latinos.


Photo Credits: Zaytsev Artem

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