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amparo bohorquez
Photo by: ahhfred ©

Colombia sobrevive

Bogotá son ladrillos y graffitis. Es lo primero que noto, mientras nos movemos por el tráfico matutino de un viernes por la mañana.

El taxista es un joven rubio y de ojos claros. México es una homogeneidad de pieles que van de un café claro a oscuro con el ocasional despunte rubio que más que representación se vuelve la excepción a la regla. Pero Bogotá es multicolor, los afrocolombianos pasan continuamente junto a mi con bellos tocados, hay personas de piel blanco lechoso, veo facciones asiáticas y también por supuesto los colombianos como los conoce el mundo, cabello oscuro y cejas gruesas mientras toman su tinto mañanero.

Hay una tensión entre tantas pieles. El corredor que lleva a la Plaza de Bolívar llora tinta «Jóvenes ganando menos que el mínimo», «Menos ESMAD Más Educación» y pintas en cada esquina, murales impresionantes de niños sonriendo.

En las mismas calles donde suena hip hop latino (Somos pacíficos estamos unidos nos une la región) veo perros con bozal, pesados y de ojos oscuros, parados simplemente en la calle u olfateando alrededor conducidos por militares, la máquina perfecta de detección de droga mientras se mueven entre las personas como un recordatorio de la fractura, el pasado de guerras que duraron décadas. Militares, narcotraficantes, paramilitares. Hay todavía muchas culpas. Tengo la oportunidad de asistir a una clase de posgrado donde hablan de los perdones como concepto legal pero también social, en dónde quedan las víctimas al terminar un conflicto, qué pueden recibir de un estado cuando son tantísimos los afectados y solo pueden presentar evidencias que se han ido borrando como lo borra todo el tiempo.

Llegar a Medellín son 10 horas por carro, una hora en avión. Las montañas que hacen difícil el acceso enmarcan un valle de más ladrillos y arte urbano. Sobre cada casa aún pesa la sombra de Pablo Escobar, aún a 26 años de su muerte. Todo el mundo lo nombra sólo como Pablo. No hay confusión sobre a quién se refieren.

«La época de Pablo…fueron tiempos difíciles si. Uno no podía salir, no podía ir a un café y sentarse solo porque podían dispararle».

Casi cualquier lugar en la ciudad aun lo evoca. La finca, su casa y la de su hermano, sus túneles. La Catedral, una cárcel que se mandó a construir él mismo, un hotel en toda regla donde vivía con sus allegados. La violencia que trajo y la resistencia le dieron forma y dejaron huella en el municipio entero y sus habitantes.

El Museo Casa de la Memoria funge como condensado de estas experiencias. Mapas, pantallas y arte muestran los hechos victimizantes de Antioquía entera, las que fueron zonas de guerra y de paz de forma no oficial, el abuso de autoridades, los sobrevivientes y victimarios reformados. Los muertos y los que aún no han sido encontrados, y cómo ha mejorado hasta hoy en día.

Comuna Trece es un vivo ejemplo del cambio. Los coloridos muros y bailes callejeros que se observan mientras niños juegan en la calle no dejan pensar que hace poco menos de cinco años era una zona de guerra, llena de fronteras invisibles establecidas por bandas criminales formadas por jóvenes, donde dar un paso en la dirección incorrecta terminaba en la muerte a manos de otro niño. Las amenazas eran una ocurrencia cotidiana, y finalmente el gobierno intervino en dos operativos militares que terminaron en la muerte de cientos de civiles.

El guía del tour por Comuna Trece y residente local, David Alexander nos explica un mural. Es una mujer sosteniendo un pañuelo blanco, y simboliza a una madre que durante los operativos tomó un pañuelo así para salir a las calles seguida por otras madres que se unieron a pedir el cese de violencia.

Me asombra y me queda claro que Colombia es un ejemplo de resiliencia y solidaridad civil, el fuerte deseo de sus habitantes más afectados por mejorar y salir adelante tras una guerra devastadora y por dar justicia y voz a cada una de las víctimas de esta.


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