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Melanie Marquez Adams

Collage universitario

Orientación

“He aterrizado en el medio de la nada”. Lo primero que pienso mientras voy en la furgoneta que me lleva desde el aeropuerto más pequeño que he visto hasta la universidad. Atrapada en una película de escenario campestre; de esas donde el pueblo apenas tiene un par de gasolineras y tiendas; de esas, donde los personajes, se conocen de toda la vida.

Anidada en la frontera de Virginia y Tennessee, la región de las Tri-Cities se extiende a lo largo de una colcha de retazos verdes y azules. El diseño es un zigzag de montañas, lagos, bosques, parques nacionales, iglesias, granjas y campos de cultivo. La secuencia se repite silenciosa, constante. Se debe consultar el navegador para no perderse entre las costuras.

 

La compañera de apartamento

—¿Cuál es tu verdadero nombre?

Como si inventarse una identidad fuera parte de la rutina.

—No entiendo lo que quieres decir.

Tal vez durante la década que he dejado de ser estudiante, se han establecido nuevas reglas para sobrevivir la experiencia universitaria anglosajona.

—Pasa que los estudiantes internacionales que conozco suelen escoger un nombre americano, ya sabes, los de ellos son difíciles de pronunciar.

Sonríe y sus dientes perfectamente alineados casi se pierden en la piel vampiresa.

Devuelvo la sonrisa. No es la primera vez que alguien insinúa que no tengo cara de Melanie.

 

Las amigas

Una ociosa noche de verano, voy en coche con Katie y Jacqui a una ciudad hípster en las montañas de Carolina del Norte. No hay ningún sitio cerca de la universidad donde pongan música latina y mis amigas gringas tienen ganas de bailar salsa.

Comento que las veré arrasar con la pista de baile desde algún rincón de la discoteca porque no sé bailar salsa. Me observan como si les acabase de revelar que tengo dos cabezas. No pueden concebir un mundo en el que una mujer latinoamericana no baile salsa. Seguramente piensan que ni bien nacemos, las hadas tropicales besan nuestras caderas, ¡y listo! Todas nos movemos como Shakira.

 

Los profesores

Mi segundo día en la clase de Advanced Developmental Psychology, un señor de pelo plateado y con un parecido impresionante a Stephen King, me pide que vaya a su oficina. Tan pronto me acomodo frente al profesor en el sillón, me transformo en objeto de estudio antropológico. Parece que soy la primera estudiante sudamericana que el académico ha tenido y encuentro su fascinación un tanto abrumadora.

El doc se asegura de involucrar a sus pupilos internacionales durante la clase. Ya sea cuando estudiamos rituales de luto o bien cuando aprendemos sobre dinámicas familiares, la pregunta: «¿Y cómo son las cosas de dónde tú vienes?», no puede faltar. Por lo general, la estudiante china es la primera en ser sometida al interrogatorio. Luego me toca a mí, y rematamos con anécdotas de familias disfuncionales en la India.

Me apena la desilusión en la mirada del doppelgänger de King cuando le digo que “allá”, en aquel lugar de su imaginación, las interacciones personales no son muy diferentes a las de “acá”. Sus ojos diminutos, prisioneros de unos toscos marcos rectangulares, suplican rebosantes de expectativas. No puedo soportarlo. Le regalo las historias coloridas que desea escuchar. 

 

Las clases

El último semestre, tomo una clase sobre la memoria y su relación con la cultura. Entre recuentos de sobrevivientes del Holocausto y memorias de esclavos estadounidenses, leemos la autobiografía de Rigoberta Menchú. Conozco de la existencia del libro; sé que Menchú es una mujer indígena guatemalteca, ganadora de un premio Nobel. Me cuesta entender por qué no he leído su autobiografía anteriormente y por qué, cuando por fin lo voy a hacer, tiene que ser en inglés.

La profesora asigna capítulos a cada estudiante para su análisis en presentaciones individuales. Mi sección contiene historias en las que Menchú proporciona detalles emotivos acerca de las tradiciones del pueblo Quiché. Cuenta que cuando nace un nuevo miembro en su comunidad, le entregan una pequeña bolsa con ajo, lima, sal y tabaco para su protección; que cuando los niños y niñas quichés cumplen diez años, los adultos comparten con ellos la historia de su pueblo asegurando de esta manera la herencia cultural a las siguientes generaciones.

Luego de presentar el texto académicamente, diseccionándolo con las teorías que hemos estudiado, comparto con la clase una reflexión personal. Leer sobre las tradiciones de los quichés me ha enfrentado a una realidad alarmante; sé muy poco sobre la cultura y tradiciones de los indígenas de mi propio país. El par de palabras quechuas que conozco se debe a que han sido incorporadas en el lenguaje coloquial de los ecuatorianos. Lo cierto es que nunca he cruzado palabra con una persona indígena sin que haya de por medio un regateo en el mercado artesanal. Duele la revelación. Duele mi vergüenza.

 

Graduación

El último día del semestre, aliviada y agotada luego de tanta lectura y tecleo, me desinflo en una banca. Envuelta en un chal de alpaca, observo a los seres desnudos y grises que habitan el campus. Sus antiguas vestiduras se quiebran y mueren a sus pies; ellos esperan inmutables, altivos, con la certeza de que el clima cálido los volverá a armar. Su entereza me recuerda que a mí también me hizo falta descolocarme, aquí en este extraño trozo de mundo, para comenzar a encontrarme. Mis hojas no están completas, pero voy por buen camino. La primavera no tarda en llegar.


Photo Credits: ThoroughlyReviewed

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