Monstruo, dragón sin alas, el cocodrilo une la rudeza de la tierra y del agua en los relieves amargos de su cuerpo, áspero como la piedra, tan hundido en su maldición, en su pereza grotesca.
Inerte, usurpando la forma de un tronco, espera milenios al pobre ciervo; lo asalta luego en una emboscada letal en que su largo aburrimiento se vuelve una súbita, colérica, retorcida, demostración de brutalidad a sangre fría. Comehombres, deglute hasta los zapatos.
Leviatán de los pantanos, su hocico es un terror agudo; de él sale un insoportable aliento a podredumbre. Si tuviese lengua, de ella sólo saldrían blasfemias antiquísimas.
Tan hipócrita es que, después de haber devorado hasta a sus hijos, se echa a llorar ridículamente.