Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
andrea castro
Photo Credits: Freddie Peña ©

Clavícula

A María Carranza, mi prima, tanta infancia compartida.

A Andrés Restrepo, que le gustan las clavículas.

Cuando tenía nueve años, durante un veraneo en Mar del Plata, me rompí la clavícula izquierda. Fue en un choque de autos, en un cruce. Atardecía y volvíamos de «la playa lejos»–así la llamábamos los chicos y ese es el nombre que le ha quedado en mi memoria. En una calle de tierra, puro alambrado y pampa alrededor, nos chocó un auto que apareció por la perpendicular. Nuestro auto giró como las astas de una licuadora y cuando paró, mi prima María ya no estaba a mi lado, en el asiento de atrás, sino tirada en un charco un poco más allá, con los dientes embarrados. Nunca entendí cómo había ido a parar ahí, porque la puerta de su lado estaba cerrada y la ventana, ni siquiera del todo abierta. Muchas noches después del accidente, antes de quedarme dormida, me entretendría pensando teorías de cómo había salido del auto, pero nunca encontré una que me convenciera.

Recuerdo el gentío que se arremolinó alrededor del auto en la calle de tierra, hasta instantes antes, desierta. Recuerdo preguntarme de dónde habrían salido todos. Entre ellos, aparecieron mamá y papá y los padres de María, que iban en otros autos. Al volver de la playa, mi prima y yo nos habíamos subido al auto de Coty, un amigo de nuestras familias que ponía la música fuerte y creo que íbamos cantando Claire, de Ed Sullivan, a los gritos. Éramos más en el auto: otro adulto, cuya cara no aparece en mi memoria, iba en el asiento de adelante, y puede que mi hermana, Constanza, o Agustina, la hermana de María, fueran a mi otro lado en el asiento trasero. Recuerdo la confusión de caras y voces ahí afuera; y los dientes de María, que ya no eran blancos.

El hospital al que llegamos, ya entrada la noche, tenía paredes verdosas, quizás a causa de la iluminación. Nunca me había roto nada. Fue entonces, tras ser examinada y radiografiada, cuando escuché la palabra clavícula por primera vezy aprendí, a fuerza de dolor e incomodidad, que ahí, cerquita del hombro, llevamos un hueso con nombre de herramienta. Salí con un yeso muy extraño que me impidió bañarme en el mar el resto del verano. María se había roto un brazo. Su yeso, mucho más vistoso que el mío, iba como abrazado por el pañuelo que su madre había llevado en la cabeza horas antes, ahora anudado alrededor del cuello de mi prima. Sus dientes ya estaban limpios. Coty se había roto una costilla y se pasó lo que quedó de esas vacaciones pidiéndonos que no lo hiciéramos reír.

Años después, entre las mesas de disección de la Facultad de Medicina, en clase de Anatomía, tuve una clavícula en mis manos. Mientras marcaba con el meñique derecho las inserciones de los músculos en el hueso –el deltoides y el trapecio en el extremo que articula con el omóplato, formando en hombro; el pectoral mayor, en el borde anterior; el subclavio, en el posterior; el esternocleidomastoideo en el extremo que articula con el esternón–, pensé que nunca antes, ni siquiera durante todo ese verano en el que estuve enyesada, me había preocupado por visualizar la forma del hueso, ni su posición en el interior de mi cuerpo. La clavícula había sido una palabra que dolía entre el hombro y el cuello, ladrona de mar y sal.

Al final de ese verano, ya en Buenos Aires, me caí de un árbol y me rompí un pie. Ese yeso fue mucho más llamativo, y me mereció todo tipo de atenciones especiales en el colegio. Además, fue una página en blanco dónde mis compañeras (era un colegio de chicas) pudieron homenajearme con sus firmas y dibujos.

Después se separaron mis padres, y todo cambió –aunque el cambio ya estaba en marcha hacía un tiempo, sólo que los signos siempre cobran sentido mucho después.

Sé que los huesos que alguna vez se fracturan desarrollan la capacidad de anunciar lluvias y temporales, doliendo sordamente en días o noches de mucha humedad.Creo que ese verano, los míos, al romperse, anunciaban una tormenta de otro tipo, la que se desató en mi mundo infantil, definiendo su final. Eso también lo entendí ese día en la sala de disecciones, mientras abandonaba la adolescencia con delantal blanco y clavícula en mano.


Photo Credits: Freddie Peña ©

Hey you,
¿nos brindas un café?