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Tacones sobre hielo: Ciudades que ladran

Hi, dice. Hi y se sienta -sin preguntar- en el poco espacio que queda a mi lado en la banca del parque. Levanto la vista del libro y lo miro: veintipocos años, ojos azules y pecas, el pelo rojo en una cola de caballo que le llega a los hombros. Hi, le contesto, y (por hacer algo) le doy un sorbo al café frío que tengo en la mano mientras juego, tensa, con el popote. Hi, repite, y se queda mirándome. Mi incomodidad entra en conflicto con la propensión patológica que tengo a ser amable: Do I know you? No, no lo conozco. Y luego, como si eso justificara su interrupción, ofrece un juicio: You’re very cute. Mal empezamos. Le pongo mi mejor cara de orto mientras le doy las gracias con desgana y vuelvo a mi libro. Eso, en mi planeta, significa que se acabó la conversación. Por lo visto, somos de planetas distintos. Me dice que le gusta mi sonrisa y, antes de que pueda contestar que no hubo tal, explica que la vio antes, que estaba sonriendo mientras leía. Aprovecha para sugerirme que lo haga más seguido. Me pide, de paso, que le sonría a él. Estas cosas, pienso, no le pasan a todo el mundo. No tengo, precisamente, una postura amenazante. No he perfeccionado lo que aquí llaman resting bitch face y desconozco maneras diplomáticas de mandar a otros seres humanos a la goma. Las poco diplomáticas las conozco, pero por lo general evito patear al prójimo en las espinillas.

Miro a mi alrededor buscando otro sitio donde sentarme. Hace calor, el parque está lleno de gente y me había costado 20 minutos encontrar una banca vacía. No quiero irme, pero tampoco quiero seguir hablando con el señor de la colita pelirroja. Vuelvo a sorber el café, vuelvo a jugar con el popote.

– What is that anyway… I see you sucking on that straw… do you like sucking on straws?

Listo, that’s my exit. Me levanto de golpe (no digo nada, no lo miro siquiera) y, mientras me alejo, llega bien fuerte el grito: Bitch! Claro, la perra soy yo. Imagino una escena: regreso y me siento a su lado. Disculpe usted, señor, ¿le gustaría seguir alburéandome? Dígame con confianza: ¿estoy moviendo bien el popote o prefiere que lo agarre de otra manera? Imagino una segunda escena, más entretenida: saco del bolso una bazooka, le vuelo la cabeza al agresor, me acomodo y sigo leyendo junto a su cadáver humeante.

En la tercera escena, la de a de veras, camino por el parque buscando otro sitio donde leer (y jugar con mi popote). Pienso, de pronto, que es lo más desagradable que me ha pasado en la ciudad, incluyendo aquella vez que vi a un junkie orinarse encima. Me equivoco. Una semana después me doy cuenta, exactamente, de cuánto.

La bolita azul en la pantalla del teléfono insiste en pasearme por una zona industrial de Brooklyn. Camino sola a la orilla de una especie de carretera, deprisa y con los audífonos puestos: Google Maps es mi pastor, nada me faltará.

Desde lejos (lo suficiente como para darme la vuelta) viene en mi dirección un tipo de aspecto cuestionable. Pero, ¿quién soy yo para determinar lo que es cuestionable? La corrección política le gana al instinto y decido jugar a McGyver. McGyver en minifalda. Pero el miedo es el miedo y paso junto a él haciéndome a un lado, lo más pegada que puedo a la banqueta sin llegar a caer del lado de los coches. Quizá darse cuenta de que lo percibo como un predador lo pone de malas y decide convertirse en uno, o quizá lo era desde el principio: el caso es que confirma mi teoría y hace como si fuera a saltarme encima. Por encima del ruido de los audífonos alcanzo a escuchar que dice una serie de porquerías y truena la boca, mandándome besos. Salgo corriendo mientras en mis oídos se desgañita Cristian Castro. Qué muerte más ridícula, pienso, violada y acuchillada en las afueras de Red Hook mientras Spotify repite en loop Lloviendo estrellas.

Paro cuando estoy segura de que nadie me persigue y vuelvo a mirar el teléfono. La bolita azul me confirma que la estación de metro está cerca. La taquicardia me garantiza que la próxima vez McGyver se queda en casa con todo y minifalda y que yo, por suerte, viviré otro día para hacer listas musicales culposas.

La isla está llena de momentos así, de casiataques. El loco de la esquina que mira fijamente. El vagón vacío que sorprende con su olor a vómito cuando las puertas se cierran. La rata que te pisa (sí, te pisa) cuando cruzas el parque de noche. La siempre inminente patada de los que al grito de Showtime! se balancean de los barrotes del metro. Cada tanto, Nueva York ladra (a veces, incluso, maúlla). Como para que no se me olvide, pienso, que -si uno se descuida- también muerde.


Photo Credits: Daniel Lobo

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