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Ciudad Noir

CIUDAD DE MÉXICO: El DF es Ciudad Noir y El Centro es su colonia noir por excelencia. En El Zócalo, en una tarde lúgubre y enrarecida por un velo de nubarrones que resplandecen de contaminación, justo cuando la lluvia torrencial ha cesado y el sol se empieza a poner, a lo largo de la plaza amantes y ambulantes admiran como los rayos de sol, destellos anaranjados que perforan las nubes gruesas, se reflejan en los charcos que adornan la inmensa plaza de piedra volcánica. La brisa, sin la carga habitual de toxicidad extrema, acaricia a caras expuestas sobre bufandas y a piel de bajo de camisetas poliéster que rinden homenaje a equipos favoritos de fútbol. 

Emerjo del gruñido del mundo subterráneo de trenes y tubos retorcidos de drenaje del Metro Zócalo y cruzo la plaza, dirigiendo mi curso hacia el noreste del centro histórico. En una calle lateral de Moneda delante de El Convento de Ex Teresa, y enclavado en medio de un almacén de artillería y las ruinas de El Templo Mayor, encuentro refugio en un pequeño restaurante de delicias chilangas. Mientras disfruto de un orden de flautas de papa que deliciosamente exceden los estándares de comida callejera en la ciudad, entablo una conversación con el propietario acerca de la ubicación simbólica de su establecimiento. 

Con murmullos en medio de la bulla de almas alimentándose me cuenta que allí vive con su familia en el segundo piso y aunque viven sin inmutarse por el caos que se apodera de la colonia, en ciertas noches se discierne una tensión a través de los pasillos de su casa. Se escuchan lamentos inaudibles, cuenta, sollozos que preceden la violencia de la conquista. Su pasado violento se impone en la región en el cenit de la noche y silencio. Vive en un campo de batalla de innumerables guerras espirituales y políticas, me dice, primordiales y modernas.

Una vez terminado de devorar las flautas, le entrego los veinte pesos y hago mi camino de regreso a Moneda, y para evitar la multitud y luces angustiantes de Madero opto por caminar en dirección oeste hacia la Alameda Central por la calle tranquila de 5 de Mayo. Llego a la orilla de la Alameda cruzando Bellas Artes y su respectivo campamento de turistas y filósofos urbanos. 

Después de que el sol ha disminuido y las fuentes danzantes están  abandonados por los niños y las familias, la Alameda se vuelve tan solo y abandonado como lo era antes de su renovación de hace unos años. Sólo los amantes tímidos y extraños están salpicados por todo el parque, reposando en el anonimato de sus bancos, disfrutando de la soledad que concede el extenso espacio público. 

Envuelta en la noche, me siento a solas observando el parque, compartiendo la mesa con los susurros y rostros que he ido colectando como amigos al caminar.  Termino una última chela en el Café Denmedio y camino a paso ligero por el bullicio que tenuemente se disminuye en Calle López, pasando los carniceros y ambulantes terminando su jornada laboral y el olor persistente de carnitas y guisados que provoca la apreciación incluso de la más leal de vegetarianas, y desciendo por las escaleras del Metro Salto de Agua. 

Allí termina otra noche paseando por las calles de El Centro, persiguiendo miradas que contemplan desde las sombrías esquinas, donde farolas fluorescentes y signos de OXXO iluminan a estructuras y caras empedradas y desgastadas por el tiempo.

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