Sacamos a la ciudad de su propio hábitat.
Y la encerramos.
Desde hace meses venimos platicando (en esas conversaciones aleatorias que anteceden a la conversación real) sobre el contexto de todas las cosas. ¿Qué pasa si nos quitamos todo alrededor? ¿Qué somos? ¿Qué pasa si nuestro cuerpo de pronto se ve a sí mismo desprovisto de todo lo que le hace cuerpo? ¿De nuestro nombre?, ¿de nuestra historia?
No ponernos tan serios: ¿qué pasaría si ponemos a la miscelánea “Mary” que está en la esquina del estudio (en donde siempre compramos las cervezas y el helado) en, por ejemplo, Sullivan Street, en el Village?, ¿o en la calle Monte Esquinza de Madrid?, ¿o en los suburbios de Londres, cerca de Golders Hill?
¿Cómo sería David, el muchacho que la atiende?
¿Nos reconocería?
¿Nos llevaría las cosas en su bicicleta desvencijada y las recibiríamos con una bolsa amarrada a una cuerda desde la ventana?
¿Nos platicaría sobre su hijo?
Pero luego sorbemos el café de lunes de rigor y empezamos a hablar de otra cosa: de quién se casa, de quién va a tener un hijo, de en qué proyecto vamos tarde, de la pandemia, de Joseph.
Y nos olvidamos del asunto y la vida vuelve a la normalidad, y la ciudad retumba afuera y se muere de nuevo.
Con los meses volvemos al tema, siempre desde diferentes formas: A veces sin querer sacamos a Proyecto Análogo de su propio hábitat y jugamos a ponerlo en otro contexto. Otras, es María y Pablo solamente, los que sufren los descontextos del lunes de café. ¿Qué pasa si María y Pablo son depositados (por una mano gigante) en, por ejemplo, Sullivan Street, en el Village?, ¿o en la calle Monte Esquinza de Madrid?, ¿o en los suburbios de Londres, cerca de Golders Hill?
¿Nos reconoceríamos?
¿María notaría que Pablo usa camisas azules todo el tiempo?
¿Pablo notaría que María tiene una oreja más pequeña que la otra?
Y nos da miedo.
Pero un miedo benévolo: ¿Somos verdaderamente nosotros?, o somos sólo gracias a lo que nos rodea, a la miscelánea “Mary”, a la 8 oriente, a La Concepción, a Zavaleta, a los tacos de El Carboncito, a los libros sin leer, al café de rigor en lunes.
Y justo hablamos de eso cuando, en un arranque de lunes, María se baja y roba de un poste un anuncio de Tarot, y cuando le pregunto qué hace, me dice que busquemos más cosas. Y así vamos por la mitad de la ciudad, recolectando cosas como pepenadores licenciados, robando como los ladrones expertos que somos: una llanta, una reja de Coca-Cola, un hielo enrome, un tapabocas.
Y luego, con todo eso, vamos a nuestro estudio y al bajar la llanta, un vidrio atorado en una las estrías, me corta la mano.
Después de ponerme tres litros de mezcal en la herida (porque no teníamos alcohol en gel, irónicamente) ponemos todo lo que hemos robado en el estudio y ahí está: la ciudad sacada de contexto, la calle abstraída, la ciudad desprovista de su hábitat.
¿Qué es una llanta que sirvió antes para tapar un bache cuando la ponemos en cautiverio?
¿Qué es una reja de Coca Cola que antes sirvió para apartar lugares para los coches cuando la ponemos en cautiverio?
¿Qué es un bloque de hielo que esperaba afuera de una juguería del centro a pie de calle cuando la ponemos en cautiverio?
Pero no encontramos respuestas, tan solo más preguntas. Más y más preguntas.
Para volver siempre a la más inevitable de todas:
¿Qué somos?, ¿qué pasa si nos quitamos todo alrededor?