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La ciudad de nadie (III)

Seguimos con el conmovedor ensayo de Arturo Uslar Pietri “La ciudad de nadie”.

Reiteramos nuestro agradecimiento a la Fundación Uslar Pietri, y a la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, de cuyas páginas web hemos extraído este hermoso escrito.

III

En Manhattan la tierra es más cara que el alabastro, las alcobas están más altas que las torres de las catedrales, hay más riquezas reunidas que en todo el resto del mundo y la acumulación de seres humanos, cosas, máquinas y edificios desmesurados es la más impresionante que en ninguna época haya existido en el planeta. A veces parece la fantasía de un geómetra puritano y a veces un escenario para las hazañas terroríficas de Gargantúa. A veces parece un ser vivo, entero, distinto e indiferente a todo lo demás y en ocasiones, también, por su vertiginosa y mecánica fuerza de crecimiento, da la impresión de lo inhumano y hasta de lo inorgánico.

Ha sido el campo de algunas de las más grandes hazañas materiales y morales del hombre. Muchas de sus cosas carecen de semejanza o de precedente con ninguna otra. Hay la más alta torre y el hombre más rico del mundo, y el semental más caro, y el niño que toma más leche, y el crimen perfecto, y los mejores y más admirados atletas. Pero de todas estas cosas y muchas otras que no nombro, la más impresionante es la de la soledad en que viven y actúan las gentes. Manhattan viene a ser, por sobre todo, la isla de los solitarios. Un mínimo islote poblado por millares de solitarios, apresurados, abstraídos en invisibles fines, incomunicados dentro de la campana neumática de la soledad.

En donde está el hombre está la soledad como su sombra, que lo sigue, lo acecha, lo espera. Más dramático que el destino de , cuando vendió su sombra, ha de ser el de la persona que llega a vender su soledad. Y hasta casi podríamos decir que cada hombre tiene la soledad que merece, y que hay algunos que no han merecido ni merecerán ninguna.

Los millones de solitarios de Manhattan no gozan de la mejor clase de soledad; sufren más bien de una forma de ella inferior e involuntaria.

No es, en general, la de ellos la rica y fecunda soledad que Dios regala a algunos elegidos y que es el reino donde el hombre entra para luchar sin tregua por encontrarse a sí mismo y vislumbrar el rostro de su Deidad y las luces de su destino. La de ellos es más bien una soledad física, pobre y estéril, que borra y destiñe al hombre, y que es ignorada por quienes la sufren, como hay quienes ignoran que están enfermos o que son desgraciados.

El curioso que se detiene a observar las gentes que pasan por las calles congestionadas de Manhattan advierte de inmediato que todas están solas. Cada unidad parece ignorar a todas las otras, y revela en los gestos, en la acelerada angustia del paso, la sensación interior de estar abandonada a sus propios recursos y no poder comunicarse con nadie. No es una expresión serena o gozosa la que sus rostros revelan, como suele ser la de los que gozan de los paraísos secretos de la meditación solitaria, lo que, en uno de sus aspectos, llamaba France las silenciosas orgías del pensamiento; aquellas sublimes voluptuosidades en las que fueran doctos, desde San Antonio y Erasmo, hasta Tartarín, toda la vasta gama de los hombres dotados de vida interior. Ni saben que están condenados a la soledad, ni tienen el gusto, ni el arte, ni la ocasión de gozarla.

Ciertamente debe haber en la isla de Manhattan muchos que cultivan una soledad creadora, pero quienes la caracterizan no son éstos, sino los millones de solitarios transeúntes que desconocen su propia condición.

Están en todas partes. Son casi toda la gente que llena las calles, los teatros, que se paran en las esquinas a mirar los matices cambiantes de los avisos luminosos y las noticias de los diarios.

Yo he visto estos solitarios apretujados en increíbles racimos en los andenes y en los coches del tren subterráneo. Apenas queda espacio para mantenerse en pie dentro del denso rebaño, y sin embargo todos van solos, nadie está acompañado; entre el ruido de las ruedas y los mugidos del motor es raro oír una voz humana, y cuando se oye todos los que la alcanzan se vuelven como recién despertados, llenos de sorpresa y hasta de desazón. Cuando alguien quiere informarse sobre el itinerario se dirige al plano mudo que está en la pared, con el gesto con que el peregrino en el desierto o en el mar mira las estrellas para consultar el rumbo. Tampoco casi nadie mira a otro, y cuando por azar dos miradas  se cruzan, instantáneamente se desvían llenas del temeroso presentimiento de haberse asomado al más allá. En los andenes esta masa se forma sin soldaduras ni unidad, y se deshace sin desgarramiento, con la silenciosa mecánica con que las moléculas de los líquidos se yuxtaponen y se separan. Moléculas de soledad.

Las tiendas también están repletas de solitarios. Yo he visto florecer la admirable comunicación de la simpatía humana entre mercaderes y compradores y simples curiosos en los zocos árabes, donde hasta los camellos y los asnos parece que entran en el diálogo abierto y en el interés de lo que se debate. Y recuerdo también la viva comunidad de relaciones que florece en voces, interpolaciones, regateos, testimonios y consultas en las tiendas de España, Italia o Francia. La más grande tienda del mundo en la isla de Manhattan no se parece a nada de esto. Está repleta de enfermos de soledad. Nadie parece enterarse de que allí hay otros seres humanos. Y cuando al final, después de una silenciosa preparación, alguien se dirige al hortera, en voz baja y rápida, recibe una contestación más breve todavía. Es un ser que, en una encrucijada de su destino, consulta a la pitonisa y recibe la enigmática respuesta que ha de resolver por sí solo.

Pero donde estos solitarios llegan a lo más hondo de su condición es en esos grandes refectorios donde entran por un instante a comer lo imprescindible para alimentar el cuerpo. Allí no es necesario gastar una palabra. El solitario toma de largos mostradores y va colocando en una bandeja el magro condumio que necesita y luego se sienta en una mesa, abstraído mientras come sin tregua. No se percata de que otros tres solitarios se han sentado a la misma mesa, y hay momentos en que parece que han llegado al milagro de hacerse invisibles los unos para los otros. No llegan a compartir ni el pan, ni la palabra, ni menos el sentimiento.

Al hombre de otro mundo que ha caído en esta isla termina por formársele un complejo de angustia ante tanta soledad sin provecho. Llega a creer que es necesario que un día llegue algún profeta a la isla y emprenda de inmediato una gran cruzada, o un gran despertar. Por medios mágicos congregará a los habitantes de la isla para decirles que no pueden seguir como están, que es necesario que aprendan a estar juntos, a estar en compañía, a disfrutar del maravilloso don de la presencia de otros seres humanos.

Pero mientras llega a ocurrir esta revelación, la isla de Manhattan continúa poblada por millones de solitarios que ignoran que están solos.

 

La cuarta parte será publicada en la edición de ViceVersa del 1 de septiembre.

Puede acceder los otros capítulos en Crónicas de Ayer.

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