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Felicitas Casillo

Cinco poemas de El gran enero

 

Experimento

Unas ranas esperan en botellones
la premura de mi juicio.
Solamente intento comprender
si tanta perfección secundaria
es un derroche.

Después del experimento
cuelgo vilanos en la tarde.
Dispongo la canícula.
Erizo con cipreses el peltre de la loma.
Sobre tu rostro acomodo un ala ancha.

Varias bestias te saldrán al paso.
Se calmarán cuando abraces
sus antenas y cuernos.
Ahora mismo aprende mi acento
la arquitectura interior de tu pecho.

El sendero cruza una ladera hacia la casa.
Con los agujeros del follaje
enciendo sobre tus ojos contornos de luz.
La flor que tapiza la tierra hasta las rodillas
se llama amancay.

Alzo un brazo y detengo un reino feroz.
La galería te parece de pronto un sitio amable.
¿Tanta perfección secundaria es un derroche?
Todos los monstruos que domé
desfilan ahora la música de tus labios.

 

Invierno del este

Afuera el sol parte las piedras
pero la música de Arvo Pärt
nos sitúa en un bosque.
No demasiado lejos ocurre una guerra,
más cerca se impone el sigilo de la nieve.

Volverán remolques y tanques
por donde antes fueron y vinieron trineos.
Los soldados hablarán una lengua extraña.
Ni la vista nublada por el hambre
ni sus falanges heladas,
les impedirán la puntería.

Pero ya cae la nieve sobre el bosque,
crece el silencio sobre el mundo,
cubre la sangre, y de nuevo,
la música es una tregua
en el invierno del este.

 

El cuño humano de las cosas

Desde lejos la loma parecía tersa,
una cabeza de recién nacido.
Ya en la falda,
cañadas, espinos, tosca.
Superficies que nos herían.
No existe en esos vértices
el cuño humano de las cosas,
aquello que nos hace saberlas propias.

Luego, la flor ingenua de la cicuta.
No sabías que crecía en el sur.
Cuando alguno hizo la mímica de la copa
y fingió un ahogo,
oímos el cimbronazo
de un enjambre de moscas.

Detrás de un montículo apareció el cadáver.
El cuarto trasero, a un tiro de piedra.
Rastros de coágulos y el pecho.
Un ojo blanco y seco apuntaba al cielo.
Alguien rió con alivio
cuando descubrimos los cuernos.

 

Carlos Ortiz Basualdo murió el 12 de diciembre de 1935

Tu hijo de pocos años conoció el sitio justo.
Desde la playa vio cómo remontabas
la Bahía Huemul.
Cuentan que la lancha viró
de forma repentina y cerrada.
Una ola empelló contra el lateral,
y la embarcación se dio vuelta.
El capataz subió a una de las canoas
y con una escoba empezó a remar.
La familia y un puñado de amigos
permanecieron en la orilla.

Frente a la muerte, en aquellos tiempos,
no había nada urgente por hacer,
y mientras descendías,
los brazos en cruz, los ojos pasmados, la boca débil,
los hombres y mujeres que te querían
entraron en la casa,
lloraron y se aferraron
al respaldo de algún sillón.

Nadie relaciona hoy esa playa con tu nombre,
pero cada tarde, durante unos minutos,
tu proa vuelve a quebrarse
contra una ola demasiado grande.

 

Naranjas

Las naranjas son mi última trinchera
donde guardo la curva de una colina.

Sobre su piel transcurrió el celo
de una constelación de insectos.

No sabemos cómo sonaron
en su interior los arrullos.

Ni cómo se trasluce el sol
en la tibia oscuridad del hollejo.

A un centímetro de tu nariz
sugieren la fortuna del azahar.

Casillo, Felicitas (2017): El gran enero. Buenos Aires: Ediciones Del Dock.

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