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fabian soberon
Photo by: wwwuppertal ©

Christopher Marlowe y la daga 

El poeta isabelino Christopher Marlowe ha bebido unas copas de más, como es su costumbre, en una cantina. Está visiblemente cansado y fastidiado. El gran Walsinghan ha comenzado a odiarlo y percibe que su discípulo espía puede traicionarlo. El agobio y la consternación bañan su rostro y su cuerpo.

En una calle de tierra, Marlowe camina en dirección al teatro. Siente la acumulación del pasado al ver la puerta cerrada del edificio. La peste está esparciendo su veneno en la ciudad de Londres.

Un anciano camina en la vereda opuesta. Un minuto después se acerca a Marlowe y lo saluda. El hombre se quita los anteojos, lo mira y mueve su cabeza desprolija. En su delirio diurno, Marlowe ve, en el rostro del anciano, el inexplicable rostro de Robert Greene, el otro universitario brillante, ese que lo ha difamado sin contemplaciones. Marlowe se lanza sobre el cuerpo del anciano y este cae, junto con el joven poeta, al suelo. Con una velocidad insólita, Marlowe toma su daga y le corta la cara. El anciano grita como un cerdo. En la calle vacía nadie lo asiste. Con la daga que guarda la faceta del futuro, Marlowe perfecciona la temprana carnicería y lo descuartiza.

En ese instante en el piso de polvo, Marlowe no sabe que pronto, en una taberna vecina, con los teatros a pleno en la populosa urbe, otra daga le abrirá un ojo y será el inicio del fin de una carrera atea. 

El inventor del teatro moderno en Inglaterra, una patria menor en el escenario del mundo, morirá después de que la sangre elimine el último aliento de su cuerpo.


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