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Paola Herrera
viceversa magazine

Choroní: When the dead intrude your memories

Esto sucedió en Choroní, Venezuela, en el año 2015; un viaje que tenía matiz de ser justamente lo que yo precisaba para limpiar las impurezas de los desasosiegos emocionales, espirituales y mentales dejados por la inestabilidad que me acosa desde que supe que no perseguiría la línea fiel de los cuerpos habituales, sino que florecería siendo disímil, distinta a lo que usualmente percibo a mi alrededor. El recorrido desde Valencia a Maracay fue sumamente típico, hasta que nos sumergimos en la etérea naturaleza arrasadora de las serranías que nos abrigaban esa noche, hasta que las curvas peligrosamente exquisitas emprendieron a constituir el paisaje, hasta que el céfiro inundó los vacíos que residían en mí como células que se reproducían al compás de mi respiración, hasta que el crepúsculo en conjunto con un instante de niebla me sedujo con su preciosidad. Nos detuvimos un par de veces para utilizar sanitarios (aunque confieso que nunca utilizo sanitarios públicos, mi mente me ayuda a sostener el líquido en mi vejiga hasta llegar al lugar convenido y por fin depositarlo sin pensar en los sinfines de gérmenes que recorren los urinarios públicos) y también nos detuvimos a comprar algunas provisiones alígeras, luego remontamos a la 4runner nuevamente y continuamos el viaje. Llegamos a la excelsa morada que alquilamos para todo ese fin de semana a las nueve y ocho de la noche, recuerdo la hora porque cuando descendí del vehículo, lo que hice fue preguntar; luego miré al cielo, deslumbré la belleza incomparable de la luna con su admirable reflejo en la superficie de la piscina, el viento besó mi semblante con la sutileza del roce de las flores en un jardín y comprendí que serían dos días que no olvidaría jamás. La casa tenía ese aura encantador de las moradas engalanadas con el origen oriundo del océano. No requería mucho para ser perfecta, el cauce del río quedaba a pocos metros, el tumulto de los turistas a cinco minutos, al igual que la hermosura tropical de las playas más seductoras y guapas que he podido contemplar en mi país, porque he visitado un cúmulo de playas, pero ninguna me ha hechizado tanto como las que ostenta, diría que por un milagro, ese lejano y pequeño paraíso llamado Choroní. Todos teníamos el rostro de los famélicos, así que luego de decidir las habitaciones para cada uno, descender nuestras cosas del automóvil y ordenarlas, empezamos a preparar la cena, unas hamburguesas al estilo venezolano, esas que cuando las pedimos en algún puesto ambulante de alguna calle del hambre, gritamos: Con todo, esas que cuando ya nos hemos destinado a dar el primer mordisco, se desbordan como cascadas porque una hamburguesa que no haga ese espectáculo, no es una hamburguesa, ni siquiera la llamaría hamburguesa, sería más como un alimento insípido, no sería una gran obra de arte comestible al estilo venezolano. Conversamos un rato, estábamos exhaustos y aunque la piscina me llamaba como ambicionando que le entregase mi calor, el cansancio se oponía a tan celestial gozo, así que decidí que mis ojos se cerrasen. Luego desperté, los rayos del sol no se parecían en nada a los que residen en la ciudad que habito, eran divinos, mágicos, aunque cuando lo pienso diría que quién realmente resplandecía era yo y que por esa razón todo me parecía absolutamente celestial. Desayunamos también al estilo venezolano, el aroma de las arepas recién hechas cautivaban las paredes de la casa y el humo del café creaba figuras abstractas sobre el aire. Partimos a la playa sin olvidarnos de la cava y sus interminables cervezas, sin olvidarnos de los alimentos, sin olvidarnos que la vida baila cuando la sonrisa se despierta y no oculta monstruos detrás, cuando la sonrisa deja de ser un maquillaje y se viste de verdad. Cayó la noche, ya estábamos nuevamente en la inmensa casa, nos situamos todos en la parte trasera, donde estaba la chimenea y los utensilios necesarios para hacer la parrillada y sucedió que lo vi. Lo vi como si fuese alguien más de nosotros, como si hubiese estado siempre junto a nosotros, como si no fuera un desconocido. Nadie lo advirtió, solamente yo, me tocaba, no eligió a ninguna otra persona porque ninguna otra persona, aquella noche, podía ver, tanto como yo, más allá de lo superficial, porque ninguna otra persona estaba libremente dispuesta a sentir lo divino tanto como yo. No lo conocía, nunca lo había visto en mi vida, pero sabía muy bien que no pertenecía a la tierra de los vivos que viven ni a la tierra de los muertos que viven, que sí, que alguna vez estuvo aquí dónde ahora estoy yo. Quién sabe, capaz se enamoró de alguna chica guapa que visitaba el pueblo durante el verano, puede que la haya besado frente al oleaje más bonito del ocaso, que soñó con acariciarla en la arena algún anochecer, puede también que tal vez nunca pudo despedirse de ella como ciertamente lo deseaba y por eso deambulaba en aquella casa galante como buscándola en cada turista que llegaba y cuando no la entreveía partía como lo hizo esa noche, dándome la espalda, sin dejarme siquiera tiempo de advertirle a nadie. Fue efímero, no pude contemplar sus ojos, pero recuerdo sus short playeros azabaches con bordes color naranja, recuerdo que era moreno, recuerdo que caminó tan sereno que no me generó impaciencia, pero si nostalgia y melancolía porque cuando los muertos surgen invaden los recuerdos, sobre todo si alguna pérdida desgarradora te ha palpado alguna vez. Por un momento lo comprendí, él no se había despedido así como yo nunca me despedí de papá, porque ciertamente papá si se despidió de mí, pero yo nunca sentí aquella palabras, en esa terraza de una noche sin luna, como palabras de despedida. Para mí, papá solo está escondido. Papá se ocultó en 2011, un Junio horripilante, desde ese año, Junio es el mes que más detesto de todo el calendario. A veces concluyo mientras pienso que existen más muertos aquí en esta tierra casi estéril que allá donde sea que debe llegar el alma de un ser. Existen y se encuentran aquí con nosotros, están viviendo sin vivir, besan sin amar y hacen el amor sin amor. Porque sí, porque los muertos también conviven con los vivos.


Photo Credits: Cristóbal Alvarado Minic

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