Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Mairi Bracho La Roque

Explosión en Chelsea: Yo pude haber estado allí

El 17 de septiembre a las 8:30 de la noche Daysi Hernández estaba sentada en su cama revisando su teléfono celular cuando un ruido potente, como el de un trueno amplificado, estremeció la habitación. Sintió que el estómago le subía a la garganta y que el estruendo retumbaba en su cuerpo. Las alarmas del edificio se activaron. Desconcertada y aturdida, buscó a tientas las llaves y el bastón. Salió tan rápido como pudo, sin entender lo que estaba sucediendo. Pensó que se había desplomado parte del enorme andamiaje que cubre la fachada del edificio.  Siguió los protocolos de seguridad y usó las escaleras para bajar al apartamento de unos amigos y así estar acompañada en caso de una posible evacuación. En otro apartamento, Edgard Erickson escuchaba música en su habitación cuando se sobresaltó con el mismo sonido aterrador que estremeció a Daysi. Él creyó que había comenzado una guerra y que los estaban atacando, «sonó durísimo, ¡terrible!; pensé que el edificio se iba a derrumbar y que tendríamos que salir huyendo». Edgar tomó sus documentos, su morral y su bastón y bajó al lobby, preparado como Daysi para una posible evacuación. Él y Daysi son ciegos, como la mayoría de los residentes del edificio 135 West, ubicado en Chelsea, en la calle 23, entre la Sexta y la Séptima Avenidas de Nueva York, el lugar escogido por Ahmad Khan Rahami, para hacer explotar una bomba de fabricación casera en un contenedor de basura.

Los testigos cuentan que las paredes y los pisos de los edificios adyacentes vibraron como si hubiera ocurrido un temblor. Estallaron los cristales de varias ventanas y vidrieras; fragmentos de la basura, material de la bomba y pedazos de los paneles de madera que cubrían el andamio, volaron en todas direcciones impactando estructuras, automóviles y personas. Ruben Morgan, portero del 135 West que esa noche estaba de guardia, afirmó con mucha seguridad que el estallido se produjo exactamente a las 8:31. «El sonido fue tan fuerte que sentí como si me encontrara en medio de un combate en Afganistán o Irak», dijo, señalando la pared de la oficina que da hacia la calle, cerca del sitio donde se produjo la explosión. Contó que los ventanales se agitaron violentamente; que los papeles pegados en la cartelera y los objetos colgados en las paredes salieron volando y que la red de tubos, cables y lámparas que cruzan el techo desnudo se balancearon de tal forma que pensó que se desprenderían. Asustado, salió hacia la calle donde vio a gente correr desesperada, gritando, llorando, herida.

Rahami colocó la bomba en el extremo del edificio que da hacia la Sexta Avenida, en un lugar muy transitado, a unos metros de una de las entradas del tren. Es difícil pensar que este individuo, cuya acción poco después fue calificada como un acto de terrorismo, desconociera quiénes vivían en ese edificio, sobre todo porque la comunidad no vidente tiene una presencia activa en la zona. El saldo de las víctimas, treinta y un heridos (ninguno residente del 135 West), es una cifra pequeña si se considera que por ese lugar pasan diariamente cientos de personas, entre ellas, yo.

Afortunadamente, en el momento que se produjo la explosión, estaba muy lejos de la calle 23, trabajando en el Festival de Cine Venezolano que se presentaba en un teatro bar ubicado en Brooklyn. Me enteré de lo sucedido alrededor de las 9:30. Recibí una llamada de un familiar desde California diciéndome, «Ha habido una explosión en Nueva York», sin añadir más información. Ante tamaña noticia, me extrañó su silencio y el tono de voz calmo y pausado con el que habló. Cuando le pedí más información sobre lo sucedido, él la fue soltando por partes: «Fue en Manhattan», «¿Dónde?», «En Chelsea, en la calle 23», «Okey, pero exactamente, ¿dónde?», «Cerca de la Sexta Avenida». Al decir Sexta Avenida me asusté porque es el área donde resido. Inmediatamente le colgué y comencé a buscar más información en las redes. Me quedé impactada cuando leí que la explosión no solo había sido cerca de la Sexta, sino que había sido frente al edificio 135 West, donde viven Daysi y su esposo, mis vecinos y amigos. Me aferré a la idea de que quizás esa información estaba errada, y frenéticamente busqué noticias que confirmaran mi presunción, pero todas las informaciones que circulaban afirmaban que la explosión había sido frente a ese edificio. Acto seguido llamé a Daysi —estaba sola, su esposo se había ido de viaje— mientras un torbellino de temor e incertidumbre me agitaba. Cuando escuché su voz y supe que estaba bien, ese torbellino cesó de golpe y se instaló un único pensamiento en el vacío que quedó en mi interior: «yo pude haber estado allí».

Pasé la siguiente hora buscando información más precisa sobre lo ocurrido. Solo encontraba noticias repetidas con pequeñas variaciones en las cifras. Mientras tanto, en el teatro bar todo transcurría con normalidad. Pocos sabían de la noticia que en ese momento se alimentaba más de rumores que de hechos, y lo tomaban como una acción ejecutada por uno de los tantos locos que habitan en esta ciudad. Yo, la verdad, no sabía qué pensar, estaba en otra dimensión, tratando de buscarle un sentido a todo lo que estaba pasando. Lejos de la calle 23 la vida neoyorquina seguía con su ritmo vibrante, apenas afectada por las esquirlas de la noticia.

Regresar a mi casa era bastante complicado, así que decidí pasar la noche en Queens, en casa de mi hermana, con la idea de que en la mañana todo estaría más calmado y las cosas volverían a la normalidad. Al día siguiente, cuando regresé a Manhattan, supe que lo ocurrido no era un evento cualquiera, se trataba de un posible ataque terrorista.


La mañana del 18 de septiembre los alrededores de la calle 23 que van desde la Quinta hasta la Séptima Avenida estaban tomados por la policía de Nueva York. Cuando salí de la estación del tren en la 23, a la altura de la Quinta Avenida, encontré la calle bloqueada con un despliegue policial impresionante. Había policías, patrullas, reflectores, cámaras, pantallas, periodistas, transeúntes. La primera impresión que tuve fue que era un gran set de filmación, pero enseguida comprendí que se trataba de un operativo policial desplegado por la explosión ocurrida la noche anterior. Desconociendo en ese momento las dimensiones de lo ocurrido, tomé la calle 24 para tratar de llegar a mi casa y ver si de algún modo podía acceder a la 23 por la Sexta Avenida, pero al llegar allí encontré que el bloqueo se ampliaba a unas cuantas calles de esta avenida. En eso momento comencé apreciar la gravedad de lo que pasaba. Apurada, seguí caminando hasta la Séptima Avenida y al legar a la calle 23, como era de suponer, encontré el acceso bloqueado, pero al menos estaba cerca de mi residencia. Los policías, obviamente, no me dejaron pasar. Me explicaron que la situación era delicada y que estaban escaneando la zona. No daban más información sobre lo que estaba sucediendo.

Entre el público expectante se notaban caras consternadas e incrédulas, haciéndose preguntas, especulando, comentando lo ocurrido; pero también había algunos que veían la situación como un gran espectáculo. Emocionados, tomaban fotos de los policías, de los camarógrafos, de la calle, de las patrullas, hasta de las cintas de seguridad; se hacían selfies, sonreían, comentaban azarosos los movimientos de los investigadores en la escena del crimen. Solo les faltaba las cotufas y el refresco.

Por las noticias y rumores que circulaban en ese momento supe que había la sospecha de que hubiera más artefactos explosivos en el área. Esperé un rato sin saber qué hacer, moviéndome de un lado a otro, casi sin detenerme, observando todo lo que ocurría a mi alrededor, con una sensación de incredulidad y asombro, tratando de entender lo que estaba sucediendo, al tiempo que me comunicaba con mis seres queridos para tranquilizarlos y decirles que yo estaba bien. Y en ese ir y venir me preguntaba, entre otras cosas, ¿Me voy? ¿Me quedo? ¿Sigo insistiendo para entrar? ¿Desalojarán los edificios? ¿Ahora qué va a pasar? 

En esta agitación pasé un buen rato hasta que cerca del mediodía regresé a la Quinta Avenida, porque debía tomar el tren allí para cumplir con uno de los compromisos del festival en otro lado de Manhattan. Como aún era temprano me senté cerca del Flatiron, en la 23, a observar no solo el bloqueo policial desplegado sino como la vida en los alrededores transcurría con absoluta normalidad, ajena a la conmoción y el nerviosismo que se vivía detrás de las vallas y las cintas amarillas. Me parecía estar viendo, en el mismo lugar, dos mundos diferentes que apenas se tocaban, separados por un biombo invisible.

Algunos turistas que paseaban por esa parte de la ciudad se encontraron con una atracción inesperada: el escenario antiterrorista resultó ser la escenografía perfecta para sacarse unos selfies inolvidables. Aquellos que iban en uno de los populares autobuses turísticos que en ese momento circulaba por la Quinta Avenida, tuvieron la oportunidad de apreciar una vista panorámica del bloqueo de la calle 23. En ese punto, el autobús pasó lentamente, quizás para que sus pasajeros obtuvieran imágenes realmente de película y, con suerte, captar algún evento importante mientras pasaban por allí. El terrorismo también puede servir de suvenir.

Cansada de lo que veía, cogí el tren y me fui lejos de la 23 a cumplir con mi compromiso, llevándome en mi interior la tensión del mundo que existía más allá de las cintas amarillas. Hice lo que tenía que hacer y rápidamente, me devolví a la Séptima Avenida, para intentar, nuevamente, ingresar a mi casa. Esta vez me dieron permiso, eso sí, escoltada por un policía hasta la entrada del edificio. La amenaza había sido controlada. Ya en el apartamento, me desplomé en el sofá y cerré los ojos. «Pude haber sido yo» apareció como una frase escrita detrás de mis ojos. Me sentía agotada, como que si hubiera corrido una maratón. No quería moverme, no quería pensar, no quería hablar. Silencié el celular y me quedé así, inmóvil por largo tiempo. Al rato me levanté y comencé a prepararme para asistir a la clausura del festival, asegurándome primero mil veces con la policía de que pudiese ingresar a mi regreso. Más allá de la 23, la vida continuaba sin alteraciones. Cuando volví en la noche pasé sin inconveniente por los puntos de seguridad. El policía que me escoltó se despidió diciendo, «Now you’re saved”. 


El 19 de septiembre bajé varias veces durante el día a la calle 23 para ver los efectos de lo ocurrido. La policía permitía el acceso hasta cierto punto de la cuadra; solo podían ingresar bajo estricta vigilancia policial, residentes de algunos edificios y empleados de algunos negocios. A pesar de las restricciones pude ver el lugar de la explosión. En ese momento comencé a sentir en todo el cuerpo el impacto de la noticia, como que si los ecos lejanos de la explosión llegaran hasta mí en ese instante. Era inevitable pensar «pude haber sido yo», una y otra vez; pero ahora, ese pensamiento golpeaba por dentro, pesaba un poco más y se mezclaba con sensaciones de impotencia, rabia y, al mismo tiempo, un enorme agradecimiento a la vida de que no me pasó a mí, ni a la gente que quiero. A la hora que explotó esa bomba yo muy bien pude haber estado pasando por allí, porque es un horario habitual en mi rutina, especialmente un sábado por la noche. Sí, pude haber sido yo.

La calle estaba cubierta con vidrios rotos, pedazos de plásticos, trozos metálicos, papeles y palos. Una grúa de la policía movía de un lado a otro los automóviles que estaban estacionados. A mitad de la cuadra la policía instaló su centro de operaciones y un set para la prensa.

Durante todo el día los investigadores estuvieron recogiendo y analizando fragmentos y escaneando la zona con sus aparatos sofisticados. Al atardecer llegaron los bomberos. Se escuchó, entonces, un concierto de cristales rompiéndose contra el piso que arrojaban desde lo alto para limpiar las ventanas afectadas. Llegó la noche y con ella, en perfecta sincronía, como parte de una gran puesta en escena, entraron las cuadrillas de limpieza a recoger los escombros y lavar el rastro del desastre. Acto seguido, la policía flexibilizó el bloqueo. A mitad de cuadra quedó un pequeño espacio para algunos reporteros y, aunque mantuvieron las vallas a cada extremo, permitieron el acceso peatonal. Aproveché para caminar de una avenida a la otra. A pesar de la limpieza, las aceras estaban cubiertas con pedacitos de vidrios que sonaban bajo las pisadas. Las entradas de los trenes fueron habilitadas. La mayoría de los negocios y bancos, abrieron sus puertas. Rápidamente, todo volvió a la normalidad. Había, como siempre, gente yendo y viniendo en ambas aceras. Pocos se detenían en los alrededores del lugar de la explosión que seguía custodiado y en el que aún trabajaban. Los ecos de la explosión prácticamente habían desaparecido de la calle.


Hoy, 20 de septiembre, al momento de terminar de escribir, la calle 23 está como siempre, activa, con sus transeúntes deambulando de un lado a otro, metidos en sus propios mundos. Daysi no ha vuelto a hablar de lo ocurrido, no quiere. Detrás de su risa y su buen humor, sé que se agazapa el miedo. Me doy cuenta que se mueve diferente cuando escucha hablar de la explosión. Es como si la memoria de su cuerpo reaccionara al escuchar la palabra bomba. Otros vecinos no videntes, a diferencia de Edgar, también evitan hablar del tema. Hacen un gesto extraño con sus cabezas y sus cuerpos. Entendí que eso quiere decir, «no quiero hablar de eso». Aunque, aparentemente todo está igual que antes, pienso que la explosión hizo mella en muchos de los que hacen vida en esta parte de la calle 23. Mientras en unos permanecen las imágenes de los destrozos, en otros retumban los sonidos de la explosión. 


Photo Credits: Juan Beltran

Hey you,
¿nos brindas un café?