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Macció

Chau, Macció

“Rómulo Macció, uno de los más notables maestros del arte argentino, protagonista indiscutido de lo mejor de la tradición pictórica continental, falleció anteanoche en Buenos Aires, a causa de un infarto masivo. Macció, que el 29 de abril iba a cumplir 85 años y gozaba de buena salud, acababa de regresar de Uruguay. Se descompuso en un taxi mientras se dirigía a la casa de su pareja y galerista, Marina Pellegrini. Sus restos serán velados hoy, de 11 a 20, en la sala 24 del Museo Nacional de Bellas Artes. (…) Pintor autodidacta, guiado por la intuición y un talento innato, entrenado primero desde las artes gráficas como publicitario, el de Macció fue uno de esos raros casos en que el éxito asomó temprano y ya nunca más lo abandonó”. (La Nación, 12/03/2016)

Esta mañana, tras enterarme de la noticia leyendo el diario, fui al Museo Nacional de Bellas Artes a despedirme de Rómulo Macció. Le di un abrazo a Marina, a ambos se nos llenaron los ojos de lágrimas. En una sala desnuda del museo, delante de un cuadro de Macció, reposaba el ataúd, cerrado. Acaricié levemente la tapa, lo saludé mentalmente y al rato me fui.

Había conocído a Rómulo hace muchos años, demasiados. Y lo conocí en una circunstancia que me permitió compartir una experiencia creadora con tres hombres al inicio de sus carreras, y que con el correr del tiempo llegarían cada uno a la cima indiscutida en sus respectivos quehaceres. El detonador de esta experiencia fue Carlos Gandolfo, integrante de Nuevo Teatro, posiblemente el más importante de los grupos de teatro independiente porteños de esos años. Yo no pertenecía al grupo, pero gracias a un amigo común merodeaba por sus instalaciones. Me gustaba una de las actrices y le hacía infructuosamente la corte.

Los directores de Nuevo Teatro, Pedro Asquini y Alejandra Boero, habían decidido propiciar el debut en la dirección de dos de sus integrantes, Agustín Alezzo y Carlos Gandolfo. Alezzo montó “Despertar de primavera” de Frank Wedekind y Gandolfo decidió hacerlo con una obra de Bertolt Brecht, “La condena de Lucullus”, y me pidió que realizara un corto en 16 milímetros, que funcionaría como prólogo del espectáculo. El protagonista de la obra, y del corto, era Héctor Alterio. Puedo afirmar, con infantil orgullo, que el debut cinematográfico de este actor casi mítico del cine argentino (“La historia oficial”, “Caballos salvajes”, “El hijo de la novia” entre otras muchas decenas de títulos) se produjo bajo mis órdenes.

Carlos Gandolfo, que con los años se convertiría en uno de los directores y maestros de teatro más importantes de Argentina, trabajaba como creativo en una importante agencia de publicidad, en la que también lo hacía Rómulo Macció, en el área gráfica. Y Macció realizó para el espectáculo, a pedido de Gandolfo, una serie de ilustraciones. El tema de “La condena de Lucullus” era la guerra, y recuerdo las imágenes trazadas por Macció, rostros de soldados armados y con casco. Así fue que coincidimos y nos hicimos amigos.

Años más tarde, cuando tuve que irme de Argentina tras el golpe militar del 76, del que se están cumpliendo cuarenta años en estos días, Macció tuvo un gesto de una generosidad difícil de superar. Yo necesitaba dinero para comprar el pasaje y Rómulo, que ya era un pintor famoso y muy bien colocado en el mercado, me regaló un cuadro importante. Con la venta de ese cuadro fue que pude pagar el pasaje, de ida sola por supuesto.

Dejamos de vernos durante largos años. Cuando regresé a Argentina en 2003 nos reencontramos gracias a Marina Pellegrini, que además de ser su compañera y galerista, lo es también de la obra de mi padre. Tuve la intención de realizar un corto sobre Rómulo. Sería un diálogo con el pintor mientras realizaba uno de sus cuadros de gran formato, una suerte de experimento “real time”. Pero el “real time”, inclemente, se interpuso, y el corto quedó en el tintero. Chau Macció, adios amigazo.


Photo Credits:

– Rómulo Macció, Fifth Av., 1998. Oleo sobre tela. 200 x 200 cm

– Rómulo Macció, foto por Anatole Saderman

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