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El cerco de Bogotá. Santiago Gamboa

Ubicada cronológicamente entre Los impostores (Seix Barral, 2002) y El síndrome de Ulises (Seix Barral, 2005), esta reedición (publicada por primera vez en Ediciones B en el 2003) de El cerco de Bogotá constituye una rareza bibliográfica, tomando en cuenta que es, al menos hasta ahora, el único libro de cuentos de un autor que se estrenó y se mantiene como novelista.

Sin duda es el texto más heterogéneo de Santiago Gamboa (Bogotá, 1965). Como confiesa en el prefacio, los relatos han sido el producto de una serie de peticiones a las cuales les fue imposible negarse, actitud que con el tiempo le favoreció para la construcción de un corpus susceptible a ser impreso en conjunto. A esto se suma que para el escritor la narrativa breve no es su espacio creativo predilecto, pues a juzgar por la visión que tiene de su trabajo no se siente del todo seguro en él: “Este libro contiene, pues, los intentos de un novelista por abordar un género que no es el suyo” (p. 9).

De hecho, los seis apartados del libro no pueden ser catalogados como cuentos, pues al menos el que le da nombre a toda la publicación concuerda más con la noveleta, y no solo por motivos de longitud, como se esgrime en el prefacio. En “El cerco de Bogotá”, más que el argumento (a mi juicio, muy cercano a la representación de la violencia colombiana desde una perspectiva ucrónica), importa la condición humana desarrollada en ese contexto crítico. Esto se logra gracias a los recursos descriptivos, los cuales se abocan en construir tanto las costumbres sociales de ese mundo como una caracterización global de los personajes. En ambos casos, la tensión narrativa varía y el foco general de la narración trasciende al problema concreto propio del género breve, lo que hace de la extensión no causa sino consecuencia de principios e intereses compositivos distintos a esta modalidad literaria. Esto es importante y lo diferencia de textos como “Tragedia del hombre que amaba en los aeropuertos”, (junto con aquel, los mejores trabajos del volumen) o “Urnas”, donde los elementos delineadores de la trama como el espacio geográfico o los personajes secundarios están en función de la solución del conflicto, sin adentrarnos en el marcado carácter “pasivo” o “pacífico” de estos frente a la tensión bélica de “El cerco de Bogotá”.

A pesar de que en determinado momento estas historias puedan percibirse como cotidianas, casi anodinas, en realidad están marcadas por un cambio inusual de los eventos que levantan esa primera impresión y mantienen en vilo el interés narrativo (no así la tensión, en muchas ocasiones distendida). Este recurso, que podríamos llamar giro ficticio, impera en la composición de todos estos cuentos y es la piedra de toque con la cual conocemos la calidad imaginativa de Gamboa y su interés en colocar el juego literario por encima de cualquier otra función o influencia social.

Asimismo, estos intentos de alguna forma están cohesionados por patrones no solo estilísticos, sino también temáticos. Y es que si bien la escritura de estas piezas es sencilla y se estructura bajo una clásica presentación de los acontecimientos, los protagonistas de sus historias y el ámbito en el cual se desarrollan tienden a ser llamativos, cuando no atractivos, para el lector. Se trata de anécdotas ambientadas en espacios extranjeros, geografías incompatibles con los referentes naturales del consumidor local de esos materiales literarios. Esto explica desde una perspectiva compositiva, por ejemplo, la reiterada presencia de personajes periodistas, sin los cuales la representación del mundo exterior sería muy distinta.

Tal vez desde un punto de vista práctico esto no le genere a nadie mayores sobresaltos, pues por lo general al público le interesa la calidad de la trama sin importar su naturaleza. En el plano analítico, en cambio, no deja de ser un tanto transgresor, pues se desvía de manera deliberada de un patrón aún vigente y tácito constituido por la fórmula: escritor latinoamericano + personaje latinoamericano + espacio latinoamericano = literatura latinoamericana. Ciertamente, no se trata de un fenómeno nuevo en la historia literaria de nuestro continente. Los mártires (1842) de Fermín Toro está ambientada en Londres; Mancha de aceite (1935) de César Uribe Piedrahita se desarrolla en Venezuela y En busca de Klingsor (1999) de Jorge Volpi transcurre en Alemania. Pero esta, digámoslo así, internacionalización de los móviles creativos se ha acentuado en los últimos tiempos en obras de escritores como Roberto Bolaño (Una novelita lumpen) o Eduardo Sánchez Rugeles (Transilvania unplugged, Liubliana) y plantea al estudioso de la literatura un verdadero reto teórico para explicar y comprender un arte contemporáneo que, con el tiempo, pudiera socavar los preceptos forjados desde finales del siglo XIX (con las aspiraciones de las elites letradas de erigir una literatura nacional) y heredados hasta la actualidad.

En todo caso, más allá de la siempre esperada experiencia hedonística, la lectura de El cerco de Bogotá contribuye a un mejor acercamiento de las potencialidades narrativas de su autor. De la misma manera en que no hay luz sin sombra y la existencia de ambas son relevantes para delimitarse la una a la otra, los cuentos de este novelista no dejarán de ser piezas claves en el conocimiento de los aspectos tanto formales como conceptuales elaborados en sus libros.

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