En el aeropuerto de Miami esperando la salida de mi vuelo a JFK, me puse a pensar en lo que habían sido estos días a raíz de la muerte de Fidel Castro, más conocido por el caballo, EXTRA LARGE, hijo de puta, EL FIFO, y un centenar más que no logro recordar.
Había viajado a Miami para pasar Thanksgiving con mi familia. El calorcito de dormir en casa de los padres de uno es algo único. Las croquetas de pollo que mi madre preparó para el desayuno sin rastros del insistente sabor a Goya de estos lares, siempre son las mejores. El abrazo de los amigos justo en la misma puerta, algo inolvidable. Todo marchaba de maravilla.
Ese viernes la noticia llegó tarde en la noche llegando a casa de mis padres. En ese momento, no supe que hacer con la noticia que esperaba durante toda mi vida. No sentí nada. En estos 36 años que vivo en Estados Unidos, Fidel ha muerto y resucitado tantas veces que no quería set myself up for another disappointment. En realidad yo había dejado de pensar en Fidel hacía mucho tiempo atrás.
Pero empezó el rollercoaster de comentarios en el Facebook y los insultos pertinentes de ambos lados. Llovían las fotos desde el Versailles, y los cubanos celebraban su muerte. Yo no celebré con gritos en la Calle 8, frente al emblemático bastión del exilio cubano, aunque esa mañana había tomado un cortadito (el mejor de Miami por cierto) con mis amigas Glenda y Miriam sin saber que más tarde se formaría el show cubano. Comenzaron a desfilar aquellos amigos o conocidos que estaban de luto, los “Viva Fidel”, los si veo a gente festejando la muerte de Fidel los borro de mi Facebook y un sinfín más. ¿Qué diferencia existe entre uno y el otro? Yo los veo muy parecidos.
La gritería y los insultos me hicieron recordar la experiencia al irnos de Cuba por el Mariel en el 1980. Recordé como cientos de cubanos se prestaban a insultar, atacar con palos, huevos congelados e inyectados con mercurio cromo que terminaban en los ojos de los que nos íbamos; nosotros la escoria que abandonaba la finca de Papá. Esa algarabía y gritería era muy parecida a la de los exiliados que ahora festejaban la muerte del tirano; estos no golpeaban a nadie, esa era la diferencia. Incluso estoy casi seguro que muchos de los que en el 1980 lanzaron los huevos, esta vez estaban ahí en el Versailles bailando de hombro a hombro con los que alguna vez insultaron. Eso es lo que realmente heredamos de Fidel y eso es lo que debe morir con él, la perenne chusmería.
No me insulto al ver los comentarios de escritores, gente que aprecio, poetas que leo por todo el Facebook con su luto a cuestas. Hablan de los logros de la revolución, de las metas logradas y me pregunto cuántos de ellos han hecho alguna vez una cola bajo el sol caribeño para ver si pueden comprar algo de comida. Quisiera me entendieran y yo a ellos, pero nunca se han limpiado el culo con Juventud Rebelde o el Granma. Todavía no han comido picadillo de cáscara de plátano y es muy probable que no hayan tenido que guardar a sus animales en el baño, incluyendo al gato, para que no desaparezcan en la madrugada. Estoy seguro que no tienen familiares que han sido devorados por los tiburones americanos en el estrecho de la Florida. Y así, una lista interminable. Para que entiendan mi dolor, tienen que haber experimentado lo mismo en carne propia.
Estos poetas y escritores han experimentado otros dolores, pero el del pueblo cubano todavía no lo han tenido que afrontar. Si entendieran que el diablo viene disfrazado de muchas formas. Si bajaran las armas y se quitaran las boinas y habláramos claro entre todos, llegaríamos a la conclusión que el veneno no viene embotellado por exiliados cubanos o por el pueblo cubano que hoy llora en la Plaza de la Revolución por el único líder que han conocido desde 1959. El veneno viene embotellado en las botellas o latas de la Coca-Cola y de algún modo todos lo hemos bebido y lo peor, lo seguimos haciendo.
Lo primero que experimenté esa madrugada fue un escalofrío que no se me quitaba. Los rostros de mis muertos aparecían intermitentes delante de mis ojos. Recordé a mi abuelo Moisés que decía que esto se jodía en seis meses y jamás pudo volver. Una y otra vez oí a mi tío Ismael explicarme como pudo levantar cabeza en su país y llegar a vivir cómodo con su mujer y sus hijos. Me dijo: “tu tía era de ampanga, sabiendo que yo era un muerto de hambre, la noche que la conocí le dije que si quería tomar algo y pidió sidra, que era lo más caro, entonces trabajé como burro para darle una buena vida.” Le quitaron todo y nunca más quiso saber de Cuba. A mi amigo Roberto con 12 años lo cargaron y lo lanzaron sobre la cerca de la Embajada del Perú. Murió aquí de complicaciones del VIH en menos de un mes. Lizardo, el abuelo más bueno del mundo, el hombre más valiente que he conocido, se sentó en el portal con un machete a su lado y un tabaco gigante esperando a que llegara la turba que venía a gritarnos escoria, lumpen fuera y abajo la gusanera. Aquí hacía la compra de memoria pues no sabía escribir, ni leer, firmaba con una X y era un experto en matemática. Y Elena, la poeta más brillante que pedía a gritos un milagro, cuestionándome a diario: “¿mijito tú crees que yo me voy a morir?”
Yo confieso que celebro, no con gritos y a golpe de rumba, lo hago recordando a mis muertos. Recordando que ellos querían volver a un país que no te condenara por ser diferente. ¿Acaso ahora mismo no están condenando al presidente electo americano por sus posiciones en contra de ciertos grupos? Pues entérense de una buena vez amigos todos, latinoamericanos, centroamericanos, europeos, canadienses, poetas y albañiles, hombres y mujeres, Fidel condenó a un pueblo entero por ser diferente a la visión que él tenía de un hombre nuevo. Una visión que no incluía homosexuales, ni negros, ni religiosos, entre otros. Ese guerrillero barbudo y anti imperialista fue creado y moldeado por los mismos que ahora han decidido es tiempo de apertura para la isla.
Festejo en mi hueco, en mi lado derecho de la cama, desde mi colchón ruidoso. Festejo en mi paso diario por esta ciudad que me ha dado lo que más ansiaba; sentirme libre. Bajo la cabeza como lo hace mi padre, no porque esté abochornado, al contrario, lo hago porque cada día me parezco más a él y ruego a mis dioses que me concedan algo de su sabiduría para enfrentar todo este ruido como él sabe hacer.
Oigo las consignas y los gritos desde la esquina, aquel mayo de 1980… “Fidel aprieta, a Cuba se respeta”… “Qué se vayan…”… “Mi ciudad más limpia y bonita sin lúmpenes ni mariquitas”…
Ahogo el ruido en mi cabeza con la poderosa voz de Celia Cruz que le canta a Elegua, dueño de los caminos y el que controla los reinos del bien y el mal…
Tambó, tambó, Elegua quiere tambó
Elegua quiere tambó,
Elegua quiere tambó
Tambó, tambó, Elegua quiere tambó
Photo Credits: Tim Snell