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Caspar David Friedrich
Photo Credits: Colin Brown ©

Caspar David Friedrich

Caspar Friedrich ha sido considerado un paisajista. Pero sus pinturas no son sólo réplicas de la naturaleza, no son meras estampas del campo. Las telas de Friedrich nos anuncian el comercio asimétrico entre el hombre y su entorno. ¿Es la naturaleza el centro de su arte? (Según cuál sea la respuesta tendremos un canon diferente de interpretación). Las pinturas no solo exhiben las características topografías de Alemania sino también la fragilidad de los hombres frente a la naturaleza. Para Friedrich, los hombres son pequeñas piezas en el reloj del universo. Las telas exponen, de manera ejemplar, la negación de una soberbia simetría: muestran la pequeñez del hombre y la infinitud del mundo.

Los personajes de Friedrich siempre están de espaldas. Miran, azorados, el horizonte rojo que se pierde. Y los cuerpos inmóviles y diminutos no parecen ser el centro de la escena. Una luz difusa o una oscuridad avasallante los envuelve. A los personajes los atrae la niebla, el crepúsculo rosado, el viento, la negra nieve del invierno, el sol perdido entre las montañas. Inmóviles, son absorbidos por el poder oculto de lo indescifrable. Extáticos, miran, paralizados, el horizonte. En este sentido, las telas de Caspar Friedrich son religiosas. Encienden la llama del misterio y ocultan y descubren el secreto del universo.

Los personajes esperan. Con los brazos abiertos, con las manos pegadas al cuerpo, con la cabeza inclinada, con la mirada perdida, esperan. Las pinturas de Friedrich son un tratado silencioso sobre el arte de la espera. No sabemos qué esperan. Solo advertimos que un ciego resplandor los atrae hacia el centro del paisaje. Y esperan.

Algunas telas pueden ser vistas como las primeras pinturas abstractas del siglo XIX. En Niebla (1807), la silueta difusa del barco deja una gran mancha celeste en el centro de la composición. Las rocas, abajo, se imponen en el frente. Como objetos inertes, aspiran a la contemplación del hombre. La niebla lo envuelve todo: los barcos, el mar, el horizonte, el pintor que no está. Solo hay un primer plano para las rocas negras. El tiempo, como una niebla densa, lo abraza todo. Si no fuera por ese barco perdido, la pintura sería la primera “acuarela” abstracta.

Las ruinas, las nubes, el mar, los glaciares, las montañas y el océano de niebla pululan en las telas. Los árboles desnudos y las negras rocas abruman al espectador. Los árboles y las rocas son una cifra del espanto del hombre frente a lo invencible. Como los soldados que protegen a un general majestuoso, las rocas solitarias y los árboles desnudos nos alertan del peligro inminente: no estamos solos, nos dice Friedrich. El universo puede depararnos un desencuentro silencioso y frío.

Caspar Friedrich sufre de apoplejía. Sus brazos y sus piernas cuelgan, inmóviles, en el sillón. Apenas puede estirar sus manos frágiles. Desde la cama, mira por la ventana la ciudad de Dresde. Sabe que las horas están contadas. Lo visita el poeta ruso Shukowski. Caspar Friedrich le pide el papel sepia y el lápiz. El poeta se niega. Friedrich le ruega. Con el lápiz en la mano traza las últimas líneas. Tose y define el final de Paisaje con tumba, féretro y lechuza.

En el dibujo, una lechuza está apoyada, con soltura, en un ataúd de madera. La pala permanece hundida en el polvo. La tierra de la tumba descansa inmóvil. Lo único que vemos son los ojos de la lechuza. El fondo es un desierto sepia. Friedrich está obsesionado con la muerte y esculpe el paisaje como presagio. Dibuja la mirada de la muerte en los ojos de la lechuza. El pintor mira los ojos y ve el espejo del fin.

Con el dibujo ante su cama, Friedrich siente un alivio infinito. Sabe que sus telas buscan la serenidad. Entregan no la placidez, que es una vaga sensación de placer, sino el raro silencio frente a lo inevitable. Caspar Friedrich muere tranquilo, con la convicción de haber cumplido su destino.


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