Al margen hay un abismo de tonos, de nitidez, de formas.
Habría que entrar levemente, oscuramente en este instante
de danza
“Peces de piel fugaz”. Coral Bracho
Música sugerida: Aventine de Agnes Obel
Ya tengo una casa estable. Piso firme. De aquí no me muevo. El tránsito se silencia, así como las casas que he recorrido y que ahora parecen hundidas en el papel. Al unirlas arman una constelación que adivino como un ave extraña, una especie de pingüino obeso con el pico tan largo como su cuerpo. La constelación estira su columna desde Bay Ridge hasta Harlem; se adueña con su cabeza de Astoria en Queens; ocupa con su vientre la costa este de Manhattan y hunde su pico debajo de la línea L del tren, justo en la grieta donde empieza Bushwick. Allí, en el punto en el que ahora vivo, el ave talla, perfora, insiste. “Los animales humanos creen que sus cuerpos son jaulas y que las jaulas son, a su vez, el mundo”. Este pensamiento crece, extiende sus líneas hasta las casas de los demás: destellos que parpadean, grifos que dejan derramar el agua y que luego se contienen, puertas mirando a quienes las abren y luego las olvidan, sofás arrugados donde ya no hay nadie. Así, la constelación abre sus bordes y se convierte en un animal que no adivino.
No todavía.
A veces olvido que estoy en Nueva York. A veces solo me siento en una tierra extraña que me recibe, me insiste, una tierra donde se repite la costumbre de caer (el rigor de la gravedad, ya saben, y la cabeza, por lo general, en el aire). Y en esta marea de trayectos del subsuelo a la visión de los rascacielos, del peso de las piernas al movimiento apenas perceptible de la respiración o de las pestañas, ocurren algunos encuentros donde algo estalla o se queda quieto para siempre. Persigo esos momentos. El tránsito aquí sucede en las casas que los otros son, los lugares donde ellos empiezan y yo, en apariencia, termino. “Amor hacia todas las cosas y de todas las cosas hacia nosotros”, es la frase que me permite acceder a la piel de esos encuentros, aunque al final parezcan solo costras, palabras haciendo equilibrio sobre el espacio vacío entre un cuerpo y otro. Se estira y se encoge, y en ese lugar, cuando ya no estamos cerca, es donde más podemos sentir que algo o nada sucedió.
Atravesamos la cuerda juntos, sin saberlo.
Empiezo por el hombre de la licorera. Se acaba de ganar la lotería: me mostró el papelito orgulloso y me regaló una botella de vino “Sequin” de California, Pinot Grigio. La tengo a mi lado como una extensión de su ánimo. Participo de él aún estando lejos de su felicidad, ahora mismo, con su familia y amigos. “Para ganarse la lotería hay que estudiar mucho señorita. Es toda una estrategia”. Aunque no entendí muy bien el procedimiento (fueron palabras que salieron brumosas de su boca) no pude sino admirarlo: insistió en los números y ellos le entregaron su regalo. Sí (me convenzo) así fue. “¿Y qué va a hacer con la plata?” Suelta una risotada. “Todavía no sé. Le cuento cuando vuelva” ¡Milagros de la calle Bushwick! ¡Salud por él! ¡Salud por los números! Salgo de allí, lo dejo contento repartiendo licor entre sus elegidos y veo cómo la nieve se retira, se va yendo, deja su estela, a veces gris, opaca, otras blanca. Es un abandono ¿qué nos deja? La memoria del frío, creo, para aprender a ver. El ojo del frío se enciende. Hay que asomarse. Con intención, dirección, ir hacia: lo cavernoso, la maraña que somos dentro.
El niño de Tribeca me regaló un puente hacia ese lugar, pero no supe. Todos los jueves bordeo el río del este y llego a él. Su nombre es Nate, le gustan los dinosaurios y cada vez que estoy a punto de salir se sienta juiciosamente, hace sus rayones con el primer color que encuentra y me lo entrega. Es un mapa: “para que puedas llegar a tu casa” me dice en inglés. La última vez que lo vi interrumpió la clase por un dolor de estómago: “The class is over, go to the bathroom”. Antes de esta urgencia me pidió que le mostrara un corazón “real”. Lo buscamos en Google y aparecieron réplicas de amasijos rojos, todos quietos, órganos de nadie. “Gross!” dice Nate arrugando la nariz. Gross is your heart, gross is mine. Corazón ascocavernoso late. Luego me pide acercarse al mío. Apoya su cabeza. No escucha. Impaciente, se retira. Le digo que ponga su mano en mi cuello. “I feel something, but, is that a heart? Pone cara de incrédulo y me lanza una orden: “now you listen to mine!” Me inclino en su pecho de cuatro años. Al principio lo hago sin esforzarme mucho: pienso que el sonido está ahí para mi, que va a ser fácil llegar a él, solo es cuestión de asomarse. Muevo la cabeza y dejo que la oreja encuentre su lugar sobre la tela azul. Nada. Ni siquiera un rumor. Este órgano pide paciencia, la misma que necesita para funcionar. Lo intento de nuevo. Me quedo quieta, muy quieta, le pido a él que no se mueva. Ahora lo siento, a penas la sospecha de un ritmo. Ahora lo pierdo. Un poco más, ahí está otra vez. Es como si resonara con dificultad, pero va a continuar. Tiene que hacerlo. Yo sé. Nate no me hace caso. Pega un salto, corre hasta la puerta. Le pido que regrese: “volvamos a los números, let’s back to the numbers” : one is uno, two is dos, three is tres, four is cuatro, five is cinco. La transición ocurre. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Es el ritmo sin corazón, el que no pudimos escuchar entre nosotros. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Ahora se retuerce en la silla. “Go to the bathroom now!” Tiene que irse, con su corazón, tiene que irse. El mío también, en ese segundo piso suspendido frente al río del este. Por encima de cien latidos por minuto, su mundo late. El mío se va, se pierde, sigue el enredo de caminos que él me entrega, nuestro mapa.
Junto al espejo, una tarima sosteniendo a un maniquí mutilado y, junto a él, el mago. Esto sucedió dos noches después de haber intentado escuchar el corazón de Nate. Fue en un jardín donde terminé sin nombre con cinco personas igualmente anónimas. El jardín hace parte de una serie de patios traseros que veo desde la ventana donde se descuelga la escalera de incendios. Ese lugar era para mi una miniatura que me cautivaba por sus luces navideñas a destiempo, su piscina inflable sin agua, sus muros contra los árboles que eran puras ramas sosteniendo uno que otro pájaro. Todo muy quieto y azul. Al otro lado, las fábricas con sus chimeneas sin humo y grafitis aquí y allá, como firmas peleándose la autoría del paisaje. Me gustaba mirar. Pero esa noche la miniatura se convirtió en espacio: llegué allí y desde la tarima vi mi propia ventana lejos, me vi a mi misma viéndome verme frente al espejo que reflejaba el fuego y que estaba contra el muro. Hacía mucho tiempo no veía el fuego, lo que hacía más extraño su elongarse y encogerse, su salir con dificultad de los maderos, hasta ser, finalmente, una reverberación de luz. El mago fue uno de los que hizo posible que se mantuviera encendido a lo largo de toda la noche. Esa fue su tarea, además de aparecer y desaparecer cartas, monedas y cigarrillos para vencer su miedo a hablar.
Detrás de la tarima había una hamaca. Allí estaba acostado el segundo hombre, el que pasó de ser un desconocido que en la barra de un bar me enseñó a decir en francés “Me gusta la crème brûlée”, a ser un pie colgando al borde de la tela blanca, una fuerza meciéndose. Era el amante. Lo acompañaba una mujer, maraña de pelo negro que nos invitó a todos, aunque no era la dueña de casa y tampoco vivía allí ¿A quién pertenecía ese lugar? Aunque nos gustaba el jardín (el maniquí, la tarima, el fuego) nos hacía sentir desorientados, como si no tuviéramos otro lugar a dónde ir; despertaba en nosotros la urgencia ansiosa de pertenecer a él, al muro, a la visión de todos solos, frente al espejo. En la puerta apareció el tercer hombre: “I am an actor. I am working in a play now”. Habló de familias disfuncionales en escena, públicos indiferentes y su deber americano de llegar a ser famoso muy pronto, as soon as possible. “¿What is your name?” “You are not going to remember it any way”. El cuarto hombre, el músico, empezó a tocar la guitarra: Nirvana, los Beatles y una canción que él mismo compuso. Nos conmovió. Nos convirtió en una súbita familia feliz, sin casa. Al rato se fue y, para no perder la inspiración, intentamos suplantarlo: la guitarra pasa de mano en mano. Nadie pudo repetir el efecto. Cansados, decidimos irnos: abrimos la puerta que quedada detrás de la cocina. No era la salida: daba a un cuarto y a otro jardín, a una cerca, otro espejo. “Maybe we can stay a little longer” dijo alguien. Y así lo hicimos. Conservamos la esperanza. Nosotros, los perdidos en esa casa de nadie. Como los órganos.
¡Adiós casa de nadie!
Y luego el pájaro. No era la primera vez que veía a un animal muerto. Me acuerdo de un montón de siluetas tiesas, ennegrecidas, como de cartón, que he visto en el asfalto a lo largo de mi vida y que a veces parecen ratas o ratones, otras palomas o gatos. La mancha misma invita a adivinarla. En ese estado no duele tanto, porque llegaste tarde, porque ya la cosa ha adquirido una consistencia abstracta: la vida ha pasado tanto por encima negándola (y con “vida” me refiero a las llantas de carros, buses, motos, bicicletas) que es más una idea, una sugerencia, que un cuerpo. Pero ese pájaro estaba intacto. El pájaro muerto, el regalo de esa calle frente a iglesia de St Mary. Recién salido de la vida, así, nuevito, recién caído, las patas encogidas. Ahora que lo recuerdo, al escribirlo, es como sentirlo adentro. La sangre otra vez cálida, el corazón recién detenido, algunos órganos con la memoria de haber funcionado hace poco. Poquito. El último aliento del pájaro en mitad de la cebra, rayas blancas, como una jaula. Ningún árbol cerca.
Llorar al pájaro…
y pensar en un encuentro de piel fugaz final. Para eso quisiera escribir algo así como “Todos los días, cada vez que la veo/lo veo, pienso” o “me dice que” o “me recuerda a”. Pero no hay nada semejante. Hay muchos hombres, eso sí. Una gran cantidad de hombres en mi geografía actual (extraño a las mujeres, son como mi lugar salvaje, perdido. Todas ellas en mi). El pájaro muerto me lleva a uno de ellos. Está hundido en sus ropas viejas, tiesas de mugre, semejantes a los rastros de animales aplastados por los carros, en el pavimento. Dejé una manzana el otro día a su lado, en la banca, mientras dormía. Lo hice, no por compasión, sino porque quería ser testigo de cómo se veía una manzana junto a semejante presencia. Una manzana roja. No por compasión. O tal vez sí. Los de la pizzeria me dijeron que su familia vivía en esa misma calle, esa de la que nunca sale, pero que no lo dejaban entrar en su casa. Les da vergüenza. Parece que es alcohólico, anda así todo sucio, no quiere trabajar, me dijo el chico mientras cerraba la puerta metálica del horno. Ni sabemos su nombre. A ratos parece que está tranquilo, plácido, que no entiende lo que le pasa; en otros momentos parece que le duele una pierna, anda con una muleta. Sus gestos no cambian. No se ve el dolor. O quizá nunca lo he mirado con el detenimiento suficiente. A veces es un ser nórdico cubierto de capas y capas de pieles de animales prehistóricos, vigía de la cueva que a todos nos traga en las mañanas. Esa estación de metro: su reino. Nos invita a entrar. Otras veces es solo él. El hombre que no recuerdo bien y que no sabe quién soy. El que se comió o no se comió una manzana, un día.