Bushwick (apoyo las nuevas causas), Brooklyn NY, 11206
Es esa frontera la que quiero cruzar: la de los rieles, el pelaje, la nieve por venir.
Sugerencia musical, Banda sonora de Into the Wild película de Sean Pennhttps.
NUEVA YORK: Un día decidí escapar de la novena casa. Get into the wild, buscar mi locus amenus fuera de la cuidad. Y no fue un acto de desamor, no crean. Fue un acto de despliegue y también, no lo puedo negar, de supervivencia. Me imagino que lo habrán sentido, habrán sentido como la ciudad se empieza a convertir en una especie de cuerpo ominoso que cubre, besa, paraliza los ojos. Esa mañana caían pájaros frente a mis dos ventanas (vuelo en picada desde el techo, sombras sin cantos) y el gato blancuzco tosía como nunca su bola de pelos. Me asomé y todo parecía igual de furioso a mi, con ganas de fuga: la catedral, la funeraria de la que no salen ni entran muertos (o si lo hacen lo hacen justo cuando no estoy viendo); la terraza a donde se instala a fumar un hombre alargado de pelo rubio; las oficinas cuyos vidrios parecen velados por el humo; la calle que siempre huele a tortillas de maíz; el supermercado donde las lechugas, las zanahorias y los tomates orgánicos se alzan vanidosos frente a las desprestigiadas verduras regulares; todo, todo, todo como desprendiéndose, como queriendo arrancarse de raíz. Auto- desplazamientos. Cada cosa hastiada de su historia.
El edificio azul que sostuvo estas visiones, se levanta justo en el lugar donde Williamsburg deja de ser Williamsburg y empieza a convertirse en otra cosa: “East Williamsburg” para los más entusiastas o fanáticos del “buen nombre” y Bushwick para quienes apoyamos “las nuevas causas”. Mi calle marca, además, el filo donde comienza una interminable secuencia de fábricas y muros con graffitis y desemboca en el borde donde se despliega el barrio judío ortodoxo, ese escenario atemporal en el que te parece estar viendo, más que “realidades”, una secuencia de fotografías antiguas de hombres con tirabuzones, sombreros y abrigos, mujeres pulcras, más cubiertas que si usaran sus respectivas burcas, y cochecitos llenos de niños, cualquiera de los cuales podría ser “el elegido” (Cuando corro por ahí no puedo evitar sentir una nostalgia inexplicable y a la vez la sensación de que algo tipo criminal-detectivezco tiene que estar ocurriendo detrás de las puertas. Son mis imaginarios, mi desconocimiento. Sigo corriendo e intento desafiar esa parálisis mental, a pesar de las miradas reprobatorias a mi ser latino mostrando más piel de la que debería). Ahora, creo que esta ubicación de mi novena casa la pone en un lugar privilegiado: está en el espacio mismo de la falla, como un punto geológico- territorial de tránsito, de inestabilidad. Mi teoría es que esa mañana de domingo fue la geología misma del territorio en el que vivo la que animó mi escape.
Mi locus amenus fue Bear Mountain/La montaña del oso, uno de los destinos campestres más famosos entre los new yorkinos. Subway, Metro North, taxi, caminata, así fue creciendo el desplazamiento. Lo más poderoso fue la visión del río Hudson corriendo paralelo al tren y la extensión de la frontera rocosa en la que se convierte New Jersey al otro lado del agua. Es irresistible el deseo de hacer algo con lo observado. En este caso y para remplazar el uso de la cámara, decidí dibujar. Rayas, algunas figuras y frases instantáneas fueron mi manera de ver o de intentar entender esa relación con lo que veía a medida que me alejaba de la ciudad y luego, lo que me encontraba cuando ya estaba inmersa en la montaña. En mis apuntes de la velocidad, se fueron perfilando, simulacros de ventanas y chimeneas, escaleras desprendiéndose de los edificios, estaciones apareciendo y desapareciendo, las líneas, los rieles, de nuevo el río. Puedo decir que ahí fue donde comenzó el verdadero escape: trazando la casa que huye. Al llegar a Peekskill, mi estación de destino, caminé hasta la orilla del Hudson y me encontré, para mi sorpresa, con un observatorio de dibujos: te asomabas a los tubos y no veías el paisaje del agua sino figuras abstractas, algunas manchas, el contorno de cuerpos expandidos en medio de círculos hechos con delicadas líneas de acuarela rojiza. El viaje mismo me daba su respuesta en trazos.
Ahora, si les dijera que después de haber hecho ese largo trayecto, mi gran ficción romántica de get into the wild –ningún ser humano alrededor, solo la naturaleza y yo- se siguió desarrollando sin contratiempos, estaría mintiendo. La verdad, la mera truth es que al llegar me encontré con que estaban celebrando el festival de Octubre: el parque estaba invadido por cientos de seres humanos haciendo ruido, comiendo, tomando cerveza, tomándose fotografías. Estar allí de repente se convirtió en una experiencia equivalente a caminar por Times Square, solo que en lugar de la estridencia de avisos, tiendas y luces, el escenario de fondo era la monumental montaña del oso. Defraudada, confundida, me perdí en la multitud. La ciudad parecía perseguirme, no había manera de escapar. Para sobrevivir (porque a la final siempre se trata de eso) decidí hacerme un lavado mental: disfrutaría de esas circunstancias inesperadas, las convertiría en una nueva versión de lo salvaje. Luego ocurrió el milagro: me dije a mi misma que solo había que insistir un poco más porque seguro ese día había muy pocos interesados en internarse en lo que para ellos sería el “paisaje de fondo”. Y así fue, encontré la entrada a uno de los caminos históricos del parque donde quedan los signos de un pueblo que alguna vez existió. Mis dibujos siguieron su curso y me esperaron encuentros con otros caminantes solitarios, lagunas, el despliegue del otoño, pájaros y ciervos, escaleras de piedra que antes daban a alguna casa y que hoy dan a la maleza, único testimonio de su fuga.