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Casa en tránsito III: Entre especies

(Canción sugerida: El Borrego de Cafetacuba)

NUEVA YORK: Esta vez se trata de la rata. La rata pequeña que llegó a nosotros: un norteamericano de cincuenta años obsesionado con el f -u –n- c- i- o- n- a- m- i- e- n- t- o d-e t-o-d-a-s l- a-s c- o- s- a s y con tendencia a poner en marcos, perfectamente asépticos, trozos de  papel higiénico del MoMA, el Metropolitan Museum y el Guggenheim- y una escritora latina de casi treinta con vocación de caos, voluntad de buena roommate y obsesionada con la observación del comportamiento del mencionado norteamericano –entre otras especies que rondaban la casa. La quinta, debo aclarar. De vuelta a Harlem, para adentrarnos un poco más en el sexto piso de esa suerte de “paraíso perdido”- Entonces, la rata… Sí. Apareció en la estufa: lomo grisáceo, sin rostro ni cabeza de lo rápido que entró y salió por los agujeros. Un acto lleno de pericia. Ballena roedor en la cocina, salto en las aguas. Fue tal la belleza del malabarismo que por un momento me debatí entre el asco y la ternura.  Pasado el impacto, reparé en la necesidad de tomar medidas. Hacía solo tres días que había llegado, en medio de una tormenta de nieve apoteósica que le añadió heroísmo a la mudanza, a ese apartamento cozy, como dirían los gringos, con vista al este de la isla y un compañero que parecía tan reservado y cuidadoso con el otro como podía llegar a serlo yo. Ese lugar, estaba convencida, sería la encarnación de la reparación del equilibrio tras una experiencia infernal en Lefferts Gardens, al sur oriente de Brooklyn. No más mujeres de cuarenta con ataques de maternalismo y preocupantes relaciones de dependencia con los productos de limpieza. No más actrices desmayándose ante la presencia de una mancha de grasa en la mesa, gritando a diestra y siniestra y con dudosas conexiones con el budismo zen. A partir de ahora, todo nuevo, my brave new world, perfecto, inalterable. Eso pensaba. Pero ahora la criatura intrusa, mancha, velocidad gris entraba en escena. Como un sarcasmo, inauguraba un miedo. ¿Cómo carajos se convive con una rata? La medida asesina parecía ser la más coherente: nuestra relación debía ser la de victima y victimario. Ella estaba viva así como nosotros. Todos juntos: la amenaza.

Así quedó anotado en mi diario de campo:

Manera de asesinar una rata (procurando mitigar el dolor para disminuir así el peso de culpa)

1. Trampas con pegante. La víctima en cuestión, atraída por un suculento trozo de queso feta o un poquito de miel, queda irremediablemente adherida a la trampa. Mi roomate, vegetariano y con tendencias a la compasión, cuestiona esta medida “it will be a slow and painful death”. A continuación, propone una alternativa: sumergir a la criatura, aún pegada, en un balde de agua para acelerar el curso de su muerte. Yo, carnívora, heredera de un subconsciente católico y practicante de un animismo de libre invención, me niego a realizar el acto. La rata podría ser dios.

2. Veneno. Atraída de nuevo por un trozo de comida, la víctima consume, sin saberlo, una sustancia letal. La aniquilación no sería inmediata, moría en algún lugar imposible de predecir y a una velocidad variable. Anoto que esto le añade dignidad a su muerte y, además, es un acto que nos permitiría la bondad: le estaríamos otorgando un poco de veneno con una dosis de libre albedrío-podría retirarse al lugar de su preferencia-. Mi roommate se opone. Dice que sería propagarla aún más, extenderla en nuestras vidas. “Imagine it´s death all over the place!”. Tenía razón: emparedados en los muros de la casa, atrapados en las tuberías o entre las maderas del suelo, quedarían su carne, sus gusanos ínfimos, los huesos, el hedor y nunca sabríamos a dónde dirigirnos para emprender de nuevo la tarea de deshacernos de ella.

3. El rechazo. Esta es una muerte más bien simbólica. No nos involucraríamos con su cuerpo sino con la posibilidad de que siguiera haciendo parte de nosotros. Mi roommate se comprometería para hacer efectiva esta estrategia, a crear un sofisticado sistema de parches de madera para clausurarle cualquier acceso a nuestro reino. ¿Y si en lugar de quedar afuera queda adentro? La pregunta queda en el aire.

Gánsters domésticos, en eso nos fuimos convirtiendo: “Did you kill it? No, but I put the traps”. Como nunca llegamos a su muerte opté por acostumbrarme a ella y, de paso, reconocer su grandeza. Divino roedor, dios de nuestro apartamento, alteró el curso de los acontecimientos, se coló en nuestras conversaciones y silencios, nos arrastró a hacer planes, diseñar estrategias, alzar divagaciones y metas conjuntas para matarla, para matar el aburrimiento de no conocernos. A modo de agradecimiento, le entregué  cada mañana mi ofrenda de ruidos: golpeaba con una cuchara todas las superficies de la cocina para que no se le ocurriera aparecer. Si íbamos a convivir, que por lo menos lo hiciéramos en rumbos paralelos. Eso pensaba. El compañero de casa perfecto, el invisible. Así, su pulsión se hizo cada vez más fuerte. Y la verdad es esta: fue ella la bisagra alrededor de la cual giraron nuestros días, el punto huidizo de relación entre el norteamericano de cincuenta años y yo.

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