Próspect Park, Otoño, tránsito de la tercera a la cuarta casa.
Es temprano en la mañana. Estoy caminando a la orilla del lago ubicado en el lado este del parque. Después de conversar un rato con mi vecino jamaiquino que acostumbra hacer ejercicio junto a la fuente (siempre con un pantalón gris raído y una camiseta de Bob Dylan) me siento en el borde donde suelo encontrarme con las tortugas. En este momento no hay ninguna, pero puedo evocarlas, puedo volver a traer la sensación que me transmitieron la primera vez que las vi. Cuando me encontré con ellas pude percibirlas fuera del tiempo o en un tiempo tan personal y mítico que a su alrededor se creaba un aura de arrobamiento; era el espacio en el que se mecían, el espacio de ser siempre “ellas mismas”. Lo que más admiré fue esa fuerza de llevar su casa consigo, de encarnarla debajo del agua, en la tierra o sobre las piedras. El ánimo tortuga entró en mí y tuve la ilusión de entender lo que vivían dentro del caparazón.
La última vez que aparecieron, fui testigo de cómo varias personas se acercaban con sus cámaras a tomarles fotografías. Súbitas estrellas del lago, las tortugas se convirtieron en el centro de la atención de deportistas apresurados, turistas contemplativos y una que otra pareja de pensionados. Un rápido despliegue del asombro, un par de imágenes capturadas y ya estaba, todos parecían sentirse a salvo de haberlas perdido. Viajarían a gran velocidad a través de la red, se perderían en miles de miradas apresuradas, entrarían en la corriente incontenible de la pantalla de celulares y computadores. Pero también permanecerían allí, enhiestos dinosaurios de martes en pequeña escala. Me quedé unos minutos más. Quería verlas, entrar de nuevo en su ánimo, descubrir la forma como permanecían inmunes a la ansiedad digital. Y escuchar, escuchar allí el rumor de mi propia casa.
un par de tortugas frente a mí
quietas sobre la piedra
una grande abraza a la más pequeña
(no sé si hablar de abrazo, pero es algo semejante)
desde acá veo destellos en la superficie
es el sol roto en el agua
son sus cuellos
trazando un horizonte pequeño
de izquierda a derecha
de derecha a izquierda.
mecanismo de visión reptil.
ahora, lejos del parque, el dolor en los brazos,
una mesa demasiado estrecha
mi propio mecanismo
entorpecido por un caparazón
que no me encaja
las manos como tortugas vigilantes
y los brazos animales indecisos
inventan acrobacias
en lo mínimo
persisten laten
concentran la pulsión del aire
y me escriben