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Andrea castro
Photo Credits: yaayaavara ©

Cartuchera

Mientras hablo con mi hija menor sobre los útiles del colegio, la palabra se desprende de la frase y se me queda mirando como un bicho extraño. Me pregunto qué palabra es esa, si no será de otro tiempo ya. Tal vez, ya olvidada por los chicos que hoy van al colegio en el país en el que yo también lo hice, y que no es el mismo que éste, en el que transcurre la escolaridad de mis hijas. Y no me refiero al paso del tiempo, y a los cambios que eso imprime en los países en general y en los sistemas escolares en particular. Me refiero a que vivo geográficamente muy lejos de allí.

Cartuchera, pienso. De cartuchos. ¿Qué cartuchos? ¿De bala?

La palabra, que en otro momento era la cosa, ahora se me presenta rara, vacía, desconectada de cualquier recuerdo. Ella misma: cosa y sonido. Si, como escribe Alejandra Pizarnik, partió de ella un barco, llevándosela; se me ocurre que las palabras de una infancia en otro lugar son como barcos que parten de nosotros. Y, que cuando de repente vuelven, no entran en nuestro puerto, sino que se quedan allá afuerita, guardan su distancia.

Intento volver a cargarla de sentido, pero en mi mente solo veo las cartucheras que usan los chicos en el país en el que nacieron mis hijas: sobres de plástico o de cuero, con cierre, pequeños y alargados, de la longitud de un lápiz. (Acá, en los cuadernos escolares se escribe con lápiz, algo que allá, en mi infancia, era impensable.)

Pasan los días y llega el día del almuerzo semanal con mi amiga de aquella infancia. A ella se le iluminan los ojos cuando le cuento. Me habla de esos objetos rectangulares de dos pisos que le compraba su madre, con la goma de borrar de dos colores y los lápices de marca Caran D’Ache. Entonces sí veo los colores, y evoco la sensación de meter la nariz en esas cartucheras con olor a lápices, a plástico, a goma de borrar. Y sin siquiera buscarlos, me vuelven los cartuchos de tinta, las manchas de esa tinta en los dedos, el aroma de sacarle punta a los lápices. Y el de la Plasticola, con la que nos cubríamos las manos para, una vez seca, sacárnosla como una piel.

Y así vuelve un barco y trae a otros consigo, y se acercan más, y echan anclas. Esta vez, vienen cargados con pedacitos de mí.


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