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Daniel Campos
viceversa mag

Cartas desde San José

A media tarde salí de casa con rumbo al elegante Edificio Central de Correos y Telégrafos en el centro de San José. Quería enviar una carta, no un texto ni un correo electrónico, pues hay cosas que se expresan mejor si las escribís a mano, plasmadas en papel por tu puño y letra. En esta carta contaba los primeros detalles afectivos de este regreso a mi ciudad.

La podría haber enviado desde la práctica sucursal de correos de mi barrio guadalupano. Sin embargo prefiero visitar el antiguo edificio, legado de la Belle Époque, época del nacimiento de mis abuelos y abuelas, en el corazón de San Chepe. Mientras me acercaba por el boulevard peatonal que desemboca en la plaza adoquinada frente al edificio neoclásico, observé a los ancianos sentados en los muros bajos, frente a la fuente. Se habían reunido en grupos, como siempre, para conversar y ver gente pasar bajo la tutela del monumento a un prócer.

Hace muchos años, cuando él aún vivía, yo venía a esta plaza a buscar a mi abuelo entre las tertulias de pensionados. Ahora lo busco en las expresiones y las voces de los nuevos jubilados. Sin embargo, él era inigualable. Desde joven le habían amputado una pierna pero él se desplazaba con destreza por toda la ciudad en muletas. Subía y bajaba de buses sin condiciones de accesibilidad, cruzaba calles congestionadas y vadeaba aceras quebradas. Incluso en muletas vino a este mismo edificio a enviarme su única carta, cuando ya yo estudiaba fuera de Tiquicia. En un pedacito de papel celofán transparente había pegado varias monedas costarricenses de cinco y diez céntimos que ya no circulaban. Me escribió una notita y la incluyó en el sobre junto con la colección de monedas. En el sobre escribió mi dirección postal de entonces en un estado sureño de la Yunai. Sufría mal de Parkinson por lo que su pulso temblaba pero aún así logró escribir la nota y mi dirección con su letra errática. Me envió la carta a media semana desde este punto emblemático de nuestra ciudad. Ese domingo recibí una llamada internacional desde mi casa. Mi mamá me contaba, con voz cuidadosa, que mi abuelo paterno había fallecido esa madrugada, durante su sueño, de un ataque cardíaco. Lloré. No pude despedirme de él. Días después, encontré su carta, la primera y la última que me envió, en mi buzón. Con el corazón latiéndome como tambor alegre por la sorpresa abrí el sobre para descubrir la nota y las moneditas. Sonreí, me brotaron lágrimas de alegría y di gracias. Él sí se despidió de mí.

Desde el vestíbulo de este mismo edificio mi Tata, quien trabajaba a pocas cuadras de distancia en la Avenida Central, me despachó por años las cartas semanales que me escribía mi mamá, casi siempre con tinta azul, en su letra cursiva e inclinada hacia la derecha. Ella me narraba los pormenores de la vida familiar y compartía sus lecturas y reflexiones. Y desde allí mismo me ha enviado también mi Tata por años las secciones culturales de los periódicos josefinos que yo prefiero leer impresas en papel. Me gusta encontrarlas en el buzón de mi apartamento en Brooklyn y reservarlas para leerlas en la tranquilidad matinal de los domingos en mi cuevita, acompañadas de café negro tico.

Esta vez he sido yo quien ha cruzado el umbral del arco central del edificio, custodiado desde lo alto por querubines. En el vestíbulo he hecho la fila para comprar las estampillas y pegarlas al sobre. Antes de poner la carta en el buzón, me he detenido a observar la escultura en bronce de una indígena yalalteca, obra del maestro costarricense-mexicano Francisco Zúñiga. Sentada en el suelo, sus manos posadas delicadamente sobre sus regazos, su cabeza erguida cubierta por lacios cabellos largos que le caen hacia hombros y espalda, y sus penetrantes ojos rasgados reinantes sobre altos pómulos, la mujer observa con dignidad a todas las personas que pasamos por allí para depositar nuestras cartas y postales. Me detengo por un momento ante ella, como si fuera una de mis ancestrales abuelas mesoamericanas, y le pido que bendiga mi carta y a quienes la llevarán a su destino. Me deleita pensar con agradecimiento en todos los ángeles que tendrán mi carta en sus manos hasta que, en algunos días, la entreguen en manos de su destinataria.


Photo Credits: Blake Burkhart

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