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arturo serna
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Carta imaginaria a un amigo católico

Querido Juan:

Tu vida se acabó pronto, en el 2000. El maldito accidente en auto nos dejó sin tu voz, esa potencia de escritor autentico.

Escribiste versos épicos, artículos y cuentos sobre el pasado español y sobre la fe que ha movido la historia de la humanidad. Fuiste un católico coherente y un ferviente defensor de la Virgen y de los Santos Evangelios. Yo, en cambio, desde que me fui de casa, manifesté mi ateísmo. Nada de eso impidió que nos hiciéramos amigos. Estoy convencido de que las diferencias religiosas no importan, no modifican la historia de una amistad.

Te traté poco, es cierto. En los años que compartimos, encontré en vos, en tus escritos y en tu mirada de las cosas, una lupa para mejorar la realidad.

Aunque fuiste amante de lo puro español, no fuiste intolerante con los indígenas y los negros. Sé por los testimonios de amigos en común que te manifestaste como un antiesclavista y que un antepasado tuyo tuvo en el servicio doméstico un amable negro llegado desde África.

Un tema que provocó muchas discusiones entre nosotros fue la tarea de la Santa Inquisición. Solías venir a capital y tomábamos un café en un bar de Pueyrredón y Corrientes, un lugar chico y penumbroso. Nos instalábamos en un rincón casi secreto, al lado de la ventana. Mientras veíamos pasar el ritmo de la vida nos dedicábamos a desgranar el mal que existía en la ciudad y en todo el mundo. Hablábamos del malestar de las mujeres y de la cornucopia de la vida.

Siempre fuiste un defensor de los humildes y una persona generosa con los pobres. Recuerdo esa campaña que iniciaste para ayudar al barrio cercano a tu casa. Organizaste un sorteo de tus libros con el fin de reunir fondos para comprar alimentos. De esa manera, en el barrio se enteraron que vivía un escritor notable y después leyeron uno de tus libros.

Suelo releer tu novela autobiográfica La patria se cuenta a sí misma (1995) y los cuentos de El alma de un gorrión (1985). En las páginas virtuales de una revista he comentado tu poema dedicado al famoso capitán Gaspar de Medina. Debo confesarte algo: a pesar de todos mis esfuerzos el poemario permanece inédito. La posteridad a veces es ingrata, querido Juan.

Estás muerto, digo en voz alta, y no lo puedo creer. Tengo conmigo las noches en el videoclub mientras buscábamos algunas películas de Francis F. Coppola y recurríamos a algunas bromas para hablar de los gustos musicales del otro. Una noche te dormiste frente al televisor y no te desperté. Me quedé viendo durante un rato cómo era tu postura cuando no estabas peleando conmigo. Esa noche fue reveladora. Me mostró que no hace falta hablar con alguien para saber que es un amigo.

Aunque no podrás leer esta carta sospecho que alguien sí lo hará.  No creo en la inmortalidad del alma. No creo en el alma. Pero esta voz que hoy lanzo al vacío será recogida por alguien y esa persona desconocida podrá retomar tus ideales y, de alguna forma, dialogará con vos y conmigo.

En el silencio de las estrellas los tres somos lo mismo (vos, yo y el que escucha): somos polvo del universo que busca hablar con otro para estar menos solo.


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