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Photo by: Benjamin Stäudinger ©

Carlos bajo la lluvia en el Bronx

Esta mañana no me despertó el brillo de la luz, como en tantos otros albores de este otoño de ensueño. Me despertó el golpeteo constante de gotas gruesas contra mi ventana y el rumor del agua corriendo calle abajo y arrastrando hojas caídas. Me levanté, abrí las persianas y vi que caía tanta agua que esta corría no solo por los caños sino por media calle. Parecía un río sobre un cauce de asfalto negro. 

Me sentía tan cansado después de ayer, el día más largo de trabajo que he tenido este otoño, que me acosté de nuevo y dormí un rato más. Ya a media mañana, me levanté a desayunar, leer, corregir ensayos. Un día normal.

Recién cerca del mediodía, cuando el aguacero había arreciado de nuevo y la calle parecía otra vez un río, me acordé de Carlos, mi amigo colombiano. El domingo lo llamé para preguntarle cómo estaba. Es de mi edad, padre soltero de un hijo adolescente que ha criado con toda dedicación y sacrificio, trabajador incansable e inmigrante indocumentado. Sentí ganas de conversar y escucharlo.

Me contó que dejó de «taxiar». Por ser indocumentado, no puede registrar su propio carro. Tenía que alquilárselo al dueño de un permiso de transporte público que le cobra cientos de dólares por semana. Entre la gasolina, el pago al taller que recibe las llamadas y despacha choferes, los almuerzos a los despachadores para que le hagan el favor de enviarle carreras, y la competencia de Uber, ya no le daba la plata. Gastaba más de lo que ganaba.

—¡Es duro! Con lo que a mí me gustaba ese trabajo. Y además trabajaba sin jefe. Sí, tenía que alquilar el carro y pagar el taller, pero no tenía jefe —me dice. —Ahora me conseguí un trabajito ahí, a la vuelta de casa en el Bronx, haciendo entregas express de comida. De once de la mañana a once de la noche, seis días por semana. Sólo me queda el lunes libre. Las primeras dos semanas hice las entregas a pie y casi me muero. Llegaba sin vida a la casa, a comer, dormir a las 3 a.m., levantarme a las 10 a.m. y otra vez a caminar. Perdí un montón de peso. Mi talla era 34 y ya estoy en 30. Tengo que amarrarme bien los pantalones para que no se me caigan. Pero ya mi jefe me prestó dinero para comprarme una bici con motor. Así hago más entregas y me canso menos. Me va bien. El dinero me lo gano limpio, sin deudas y hay días que las propinas son buenas. A ver si me empiezo a levantar económicamente, porque me sentía como corcho en remolino.

Esta última expresión se la he escuchado por años: «Me siento como corcho en remolino». Ojalá salga del remolino y empiece a nadar hacia el océano. Pero es muy dura su vida. Y eso fue lo que me hizo pensar en él esta mañana.

Caía el fortísimo aguacero y me pregunté si se estaría mojando, si tendrá ya la ropa adecuada para hacer entregas en días de lluvia, cómo le irá en el invierno que se avecina, qué pasará si se enferma un día o varios. Mi día laboral ayer fue de doce horas. Todos sus días laborales son de doce horas. Medio día “breteando” hoy bajo la lluvia, mañana en el frío o bajo la nieve. Pero Carlos no se lamenta. Casi siempre anda alegre, aunque sí le he escuchado tristezas. Sigue y sigue y sigue.


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