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Kelly Martinez
viceversa

Caracas crónica (Cuatro tiempos)

La llegada

A través de la ventanilla del avión se ve el mar. También unas casitas ralas, que se dispersan sobre la falda cobriza de la montaña.

-Papi ¿esto es Caracas?- pregunto algo decepcionada.

Papá ríe.

-No, es La Guaira. Todavía falta para que lleguemos.

Vamos subiendo a la ciudad por una carretera serpenteante. Cae la noche y las casitas ralas se encienden con inusitada alegría y la montaña se hace, de repente, cielo estrellado.

-Parece un nacimiento ¿verdad?- comenta el taxista.

No sé qué es un nacimiento. Es noviembre de 1993. Falta un mes para que viva mi primera Navidad, en Cuba están prohibidas las Navidades.

Es completamente de noche cuando llegamos a Caracas. Las autopistas están llenas de anuncios de neón, las mujeres tienen mucha laca en el pelo y zapatos de colores. Toda la ciudad me parece de juguete, hecha de plástico brillante. Hay una lata gigante de Nívea suspendida sobre una calle.

Una amiga nos hospeda en su casa, en Terrazas del Club Hípico. Dos semanas de piso de parquet, sábanas perfumadas, bañera Pretty Woman. En el edificio nadie saluda a nadie. De allí pasamos al 23 de enero, a casa de otro amigo. Dos semanas de spaguettis con chiswí, gente que lanza pañales sucios por las ventanas, el suelo está cubierto de botellas, de ilusiones que rodaron por la noche. Los vecinos entran a las casas como si fuesen familia, vida en común. Todo el mundo te saluda. No se metan con la hija del cubano.

En la noche suenan tiros. Tengo miedo, las balas perdidas matan niños.

El 24 de diciembre nos mudamos solos a un anexo en La Campiña. La calle es una pequeña selva olorosa. Recibo al Niño Jesús a mis trece años, por primera vez

El Ávila está al norte, abraza a la ciudad. Es siempre la primera coordenada.

El deslave

No cesa la lluvia. Papá y yo intentamos agarrar un carrito desde Los Dos Caminos hasta La Candelaria y no cesa la lluvia. Es el 15 de diciembre de 1999. De regreso a casa las noticias anuncian que en Vargas hay deslave. Noches antes soñé con calles llenas de agua y sangre.

No hay Navidad este año. La lista de desaparecidos es interminable. Nadie cesa de llorar, como la lluvia, que tampoco para. Gente que se queda sin casa, gente que se queda sin vida. Gente devorada por el agua.

Agua, agua, agua. Lluvia y llanto.

Entre los desaparecidos está J., ex compañero de clases en la UCV. Lo dan por muerto. No volveré a ver sus ojos de Bambi.

Así recibimos el milenio, ese fue el anuncio. Chávez tiene un año en la presidencia. Le advirtieron que estaba lloviendo demasiado, que podría pasar algo y no hizo nada. Tampoco aceptó la ayuda humanitaria que ofreció Estados Unidos. Estar contra el Imperio es más importante que la vida de la gente. Nunca se supo el número real de muertos. Algunos hablan de 700, otros de 30.000.

En enero del año siguiente subo con un grupo de amigos a Lagunazo, a pasar una semana acampando. La vegetación se transforma a medida que nos acercamos a la cima, paisaje de otro mundo, plantas extraterrestres con superficies aterciopeladas. Alguien le cosió demasiadas estrellas a este cielo y creo puedo tocarlo si alzo un poquito la mano. Levanto los ojos y contengo la respiración. El aire es absurdamente frío y puro. Si hay un dios, tiene que estar en este cielo.

La montaña, del lado de Pico Oriental, está llena de arañazos que dejó el deslave. Kilómetros y kilómetros arrasados, sin árboles, sin vida. Evitamos mirar hacia allá.

De regreso, bajando, alguien grita mi nombre en la Plaza Altamira. Es J., vivo, un milagro con ojos de Bambi. Suelto la mochila y corro enloquecida y le brinco encima. Lo palpo, lo abrazo, lloro, lo palpo, lo abrazo, lloro. Él también llora.

Uno hace su ciudad

La tarde cayendo sobre Tierra de Nadie, las guacamayas, la luz jugando en los balcones de Geografía, el mural de Zapata visto desde los bomberos de la UCV. El vitral de Léger. Las nubes de Calder. María Lionza, las mejores nalgas de la ciudad, velando las arterias. Mayo es un resplandor dorado, con sus alfombras de florecitas rosadas y olorosas tapizando las calles.

Las obritas de teatro que montábamos en el pasillo de la Escuela de Artes. La Escuela de Artes. Las cervezas compartidas en infinitud de tascas. La Marilyn de Warhol en el MBA. Dice E., que la única explicación posible para que eso esté ahí es que se haya caído un avión con obras de arte.

El Festival Internacional de Teatro, nosotras corriendo enloquecidas de un lugar a otro a ver las obras, maquillándonos en el metro, riendo con esa alegría insoportable de la juventud. Me quedo sin manos y sin voz mientras aplaudo al Berliner Ensemble. El Teresa Carreño, su solemnidad modernista.

Las clases de Gabi y Anaira. La noche en que vi nacer las luciérnagas en una montaña en Manzanares. Parece un nacimiento, ya sé que es un nacimiento, ya han pasado varias Navidades.

La Feria del Ateneo, el frío decembrino, los cielos transparentes. Los ojos fosforescentes de D. se clavan en mi en el Rajatabla. Las noches caminando, tomada de su mano, por La Candelaria. La vista desde mi apartamento en La Candelaria.

Salsa cabilla. Caracas fiesta. De Rajatabla al Maní, del Maní a una arepera. Arepa de guayanés levanta muertos. Si no, bailanta en The Doors, La Mosca, en Discovery. Bailar, donde sea, como una odalisca que Alá arrojó al viento.

L.y yo besándonos en Sabana Grande. Nada existe salvo nosotros y los libros de Borges.

Las panaderías de Bello Monte, Bello Monte, su arquitectura. Las campanadas de una iglesia en El Paraíso. Las ventanas coloniales que sobreviven en Santa Rosalía. El Ícaro del Parque Los Caobos. El Parque Los Caobos desde el ventanal de la oficina en el MBA. La Cotamil en la madrugada cuando aún se podía estar en la Cotamil de madrugada.

Bajar a La Guaira muy temprano, cuando el mar aún es plata pura. Los dulces criollos de El Hatillo. El parquecito en La Boyera donde aprendí a ser grande, donde me enamoré por primera vez.

Los pájaros en un árbol de Chacaíto, un concierto matutino que nos recibe tras haber caminado toda la noche por Chacao cantando The Beatles. La oficinita que tenía con T., los libros que hicimos. La biblioteca del MAC.

El Celarg, la Cinemateca, el Centro Plaza. Las fiesticas en casa de M. y en casa de R.

Aquel 1ro de enero, en el carrito destartalado de M., con su radio que sintoniza solo una estación AM. Joropo trancao mientras amanece. El Ávila es primero una silueta azul contra el cielo. A medida que sale el sol se llena de verdes, grises, marrones, naranjas. Se hace cuerpo, volumen.

Cumple F. y voy al cumpleaños un poco a rastras, casi en piyamas. Entro a la tasca haciendo un showcito. Una presencia luminosa y calma me paraliza. La ciudad me regala un esposo cuando creo que ya no tiene nada que regalarme.

Nosotros. Todos nosotros. El lugar que fuimos.

La despedida

Vamos rumbo a Maiquetía. No puedo más con tanto horror. No quiero abrir las listas de estudiantes detenidos y asesinados y encontrar allí a cualquiera de mis muchachitos. No quiero detenidos y asesinados, aunque no los conozca. Esto me sobrepasa. El dinero no me alcanza ya para comprar comida. ¿Qué futuro tenemos aquí, si es que no nos meten un balazo en la cabeza? ¿Qué estás haciendo con tu vida, Kelly?

La mitad de mis amigos no vive ya en Venezuela. Mis padres ya no viven en Venezuela.

Fui a despedirme del país en Chichiriviche de la Costa. Bautizamos a mi ahijado y también le pedí bendiciones al mar para este nuevo camino. Me despedí de la UCV, ese espacio que habité durante dieciséis años -primero como estudiante, luego como profesora- una mañana silenciosa, sin saber cuándo volvería a verla.

Vamos rumbo a Maiquetía, en un taxi. La mano de César sobre la mia logra que no me desplome llorando, sus ojos verdes y silenciosos miran por la ventana. No nos hablamos casi. Es 14 de julio del 2014. La mañana es gris, lluviosa. Sobre la montala nubes negras se agolpan, opresoras, pesadas. Esa es mi última imagen.

Vamos a un país al norte, un país que queda detrás del Ávila. El Ávila es también la última coordenada.

La imaginaria

He vuelto. La ciudad tiene ese no se qué polvoriento que tienen los lugares donde algo terrible pasó. Es casi imperceptible pero, si uno aguza el alma, puede sentirlo: un murmullo doloroso que habita debajo de las cosas, las voces de los muertos. Pero, a pesar de todo, bulle. Bulle en sus cafés, en sus panaderías, en sus museos, en sus esquinas, universidades. Bulle de noche y de día y la gente atraviesa tranquila ese bullicio. Me gusta verlos, de nuevo. No olvidaron, pero fueron capaces de sobreponerse. Camino de nuevo estas calles que hace más de veinte años que tuve que aprenderme. Lo hago sin miedo.

Quedan algunos amigos, los que no se fueron, los que sobrevivieron a toda costa. Los abrazo, finalmente.

Doblo por una esquina de Plaza Altamira, rumbo al norte. Hace calor y el cielo es un espejismo azul.

El Ávila permanece allí, insoslayable.


Photo Credits: Kelly Martínez

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