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Caracas

“El país se nos va”, escribió Leonardo Padrón en una de sus recientes, imperdibles crónicas, resumiendo en esa frase lapidaria nuestro más hondo sentir. Porque esa es una terrible verdad, que nos araña el alma y nos roba el sueño. A todos. 

No sabría precisar en que momento el país se nos empezó a resbalar lentamente de las manos; en que desgraciado instante hayan comenzado a temblar y desmoronarse aquellas columnas que regían la arquitectura sólida de nuestras robustas certezas; cuando comenzaron a agrietarse lentamente, para finalmente ceder y desmoronarse, esas paredes firmes donde se apoyaba nuestro despreocupado vivir… Me lo pregunto con obstinada insistencia frente a esta apocalipsis bíblica que se nos ha venido encima, revolucionando nuestra existencia; frente a esta gigantesca montaña de escombros malolientes en que se ha convertido nuestro pasado reciente… mas no encuentro respuestas. De veras no sabría decir en que instante funesto lo perdimos, cuando se nos fue – ¿para siempre? – precipitando sin remedio en la oscura vorágine de un embrujo maléfico.

Sin embargo, aunque me cueste admitirlo, no fue una pérdida improvisa la nuestra, aunque ahora lloremos a gritos nuestra incredulidad elocuente e intentemos callar el ruido de la angustia que nos borra la sonrisa de día y nos mantiene despiertos de noche. ¿Fuimos sólo íngenuos, desprevenidos, o tremendamente fríos y egoístas cuando nos mantuvimos sordos e indiferentes a los gritos de protestas que se levantaban frecuentes?, ¿cuando ignoramos a propósito la rabia que leudaba lenta mas inexorable, espesa como una espuma, y le restamos importancia a esos rencores que bullían a nuestro alrededor, atrincherados en nuestros espacios intocables?

Tal vez estábamos demasiado atareados en vivir nuestras vidas cómodas, llenos pero insatisfechos, conscientes de las diferencias confundiéndolas, quizás, hasta con virtudes y derechos incuestionables. Menospreciamos, a menudo, bendiciones  gratuitas tomándolas como algo natural,  y desviamos nuestras miradas con aburrido desgano, ignorando injusticias evidentes, incrustadas en el tiempo – pero no por ello menos graves – ciegos frente a hechos que hoy, en cambio, condenamos firmemente, escandalizados al constatar que “los oprimidos cuando se adueñan del poder, pueden llegar a ser infinitamente más crueles que sus antiguos opresores”.  

Miro a mi alrededor y no reconozco la geografía extraña de esta mi ciudad revuelta, ni de mi sentir confuso y es como si ya nada me perteneciera, como si hubiese perdido las claves de lectura necesarias para descifrar el misterioso mapa de una realidad demasiado compleja. Hoy es un día malo. Uno de esos días en que palabras como confianza y fe no logran abrirse camino hacia mi corazón apretado… Hay días así. Días en que “la íntima bondad del hombre” (¿recuerdan el “Diario de Ana Frank”?) me suena como la fantasía romántica de una adolescente ingenua, aferrada a una fragilísima ilusión. Pero la historia nos ha enseñado y sigue enseñándonos otra cosa, con su indetenible estela de reiterados errores y deshumanas atrocidades.

En los últimos tiempos no he hecho otra cosa sino despedir – que es muy distinto a saludar – gente que parte o, mejor dicho, que huye persiguiendo las prometedoras quimeras de la felicidad por reconquistar, de un trabajo por recuperar, de la seguridad cuyo sabor se nos ha esfumado en esta cotidianidad que tiene forma y sonido de balas…

Panamá, Costa Rica, Estados Unidos y Europa brillan como tentadores espejismos, para todo el que ha visto desvanecerse la posibilidad de seguir habitando esta tierra un tiempo generosa… Es una verdadera diáspora la que se ha producido en los últimos años y entiendo el hambre de vida verdadera, de oportunidades, de nuevas perspectivas que llena el alma sobretodo de los más jóvenes, agitados e inquietos, rebosantes también de rabia y de ardientes decepciones. Sin embargo, se me parte el corazón cuando veo partir adultos desechos, con su equipaje cargado de tiernísimos afectos, de recuerdos, de insustituibles costumbres, de entrañables amistades nutridas amorosamente en los años. Leo en los ojos de quien se va todo el dolor de las raíces arrancadas – que no se sabe si y cuando se podrán volver a regar – y leo también culpa, por vivir esa decisión como una derrota… pero hay culpa también en los ojos secos de quienes, como yo, se quedan y, enmudecidos e impotentes, contemplan el espectáculo desolador de los tantos caídos, abandonados sobre el campo de batalla.

Me pregunto cuáles pensamientos cruzarán su mente, cuáles deseos, cuáles sueños cuando se acercan, pasaporte en la mano, hacia la puerta de embarque en Maiquetía, entre la confusión de las maletas y de los abrazos, en esa eterna historia atormentada de quien se va y quien se queda.

El suelo del aeropuerto es una explosión de colores; miles de ruedas y centenares de pasos han andado la obra preciosa del maestro Cruz-Diez y es justamente esa hermosa cromografía la última imagen del país que los venezolanos se llevan antes de subirse al avión que los llevará hacia sus nuevos destinos. Esos colores y ese diseño, reproducidos por una nota firma de ingeniería digital, han sido empleados para la realización de una hermosa alfombra artística exhibida en una reciente y muy concurrida exposición en Miami. “Adiós Caracas” es el nombre que los creativos le han atribuido, sintetizando en ese saludo simbólico el sabor agridulce de la despedida y, según refieren, han sido muchísimos los “exiliados” que han hecho cola para fotografiarse al lado de la obra, insistiendo, inclusive, para comprarla. Pero esa alfombra no está a la venta, no tiene precio. Igual que la nostalgia.

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