Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
José Kozer

Cántico

Son reflejos. Su sentido de realidad así lo

determina: reflejos, quién
lo duda. Manchas. En el
suelo, la pared, la propia
vista con los años velada.
Da Vinci mismo se
entretuvo haciendo
monstruos de manchas,
una mancha en el papel
puede ser una máquina
más complicada que la
sencillez de Dios.

El bordado compuesto de unas volutas a tres

colores lo lleva por
senderos de irreal
desproporción, se
funden imágenes
más allá de las
volutas, del estambre,
la tela ajena ya a las
sombras que los
colores arrojan: y ve
serafines contaminados
de maldad (se sabe que
será por un corto tiempo:
se trata de la maldad
inteligible del intelecto):
no la maldad que Dios
puede imaginar.

Luego caminó un rato. Había jureles en el aire.

Era el pregón de un chino,
el pescadero del barrio. En
ideogramas. Y luego fue el
pregón de un pescadero
andaluz: analectas el pez
araña. Ve de más cerca
todo, no se amedrenta,
lo que es reflejo tiene
realidad: al igual que un
reflejo (serafines son
rabirrubias de aire,
prismas, recomposición
de poliedros) por irreal,
no deja de reverberar
(real).

Se pasa la palma de la mano por la frente, por

la cabeza repelada, el
vientre: todo en su
cuerpo envejecido
descansa al compás
de la uniformidad:
metrónomos, y el
diapasón de la tarde,
celaje último, en gran
medida, imperceptible.
Lo son por igual los
serafines, el cachivache
del estante (un muñeco
japonés desguazado)
el jurel a punto de ser
ensartado (pregonado)
lo venden y fríen, lo
expulsan de su condición:
de vencejo quizás.

Hey you,
¿nos brindas un café?