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Gabriel Bellomo

Canicas para Lucson Jean

BUENOS AIRES: V., mi hija de veinte años, es madrina, por mediación de Save the children, de Lucson Jean, de nueve. Fue ella quien me presentó al pequeño Lucson a través de su foto en Internet: enormes ojos oscuros, una mirada triste y profunda. Demasiado triste y demasiado profunda para una criatura de nueve años, salvo que esa criatura descienda de alguno de los 480.000 esclavos provenientes de Dahomey, después Benín, en el África occidental, o del Congo, o, quizás, de los indios Arawak, originarios de la isla, y como tal haya nacido y viva en Hatty Ossenande, Haití, y una de sus tareas sea ir a diario en busca de agua. A pie, claro, y cargando tres, cinco o más litros, los necesarios para una familia de dos padres y cuatro hermanos (el quinto es él, Lucson) en un recorrido de ida y vuelta de, al menos, cientos de metros, acaso kilómetros.

A Lucson le gusta el arroz con salsa de pollo, los dulces. A Lucson, me dijo V. una tarde, le gustan las canicas. Abalorios, bolitas, esferitas de vidrio opaco o transparente, de colores. Difícil olvidarlo: A Lucson le gustan las canicas, y ¿A quién no?, pensé, y me dispuse a hacer algo —mínimo, esencial— por V., por Lucson, por mí: ir al Correo, contratar la encomienda para la bolsa de redecilla plástica que contenía decenas de canicas compradas horas antes por V., pedir al empleado por la eficacia del despacho (el más rápido y seguro, sé que dije con estas u otras palabras, y él, miró el contenido de la bolsa con una amable sonrisa protectora): entonces, un día de septiembre de hace tres meses, las canicas se embalaron en una ciudad en los suburbios de Buenos Aires con destino a esa otra ciudad antillana, al oeste de la antigua isla La Española.

Haití, que antes que ningún otro pueblo, luchó por la libertad en las Antillas. La nación que en el siglo XVIII fuera considerada la más rica de las colonias francesas, es hoy una de las más pobres del planeta. La esperanza de vida cae por debajo de las coordenadas inferiores en los cuadros estadísticos. La curva de la mortalidad infantil, en cambio, supera a la de la mayoría de las naciones del tercer mundo. Los haitianos hablan francés, o criollo, un dialecto del francés con raíz en vocablos africanos. Creen en Dios, en los dioses, en la magia. En casi todo, menos en que se pueda llevar una vida sin privación ni sufrimiento.

Debo consultar a V. sobre la escuela a la que asiste Lucson. Si alguien le ha enseñado que el 24 de agosto de 1791 sus antepasados esclavos, creyendo que serían capaces de replicar dos años más tarde la proeza revolucionaria de sus dominadores franceses en el continente, se alzaron en rebelión. Lo cierto es que lo hicieron, y no lo es menos que la esclavitud fue abolida en 1794, aunque bajo la dominación de Napoleón. Como sea, esto es pasado, historia, y qué puede importar a Lucson quienes fueron Toussaint Louverture, Charles Leclerc, Jean-Jacques Dessalines, Henri Christophe, Jean-Baptiste Rochambeau, esa lista de nombres franceses a la que le siguió la de Alexandre Sabès Pétion, Jean-Pierre Boyer, Faustino Élie Soulouque, Fabre Geffrard, Sténio-Joseph Vincent, Élie Lescot, Dumarsais Estimé, Paul E. Maggiore y a la que, apartir de 1957, se agrega el de François Duvalier: el recordado y temido Papá Doc. Un padre pródigo, providente, cuyo único propósito fue venderse a Estados Unidos y dominar al pueblo haitiano para impedir que la mayoría negra se hiciera con el poder. Pero la mayoría negra fue audaz y pretendió derrocar a Papá Doc. Lo sabemos desde la mitología griega: nada peor que despertar la ira de un padre. Duvalier, tras un fracasado intento de derrocamiento por el pueblo en julio de 1958, creó su guardia pretoriana: los Tontons Macoutes: un grupo paramilitar que mantuvo a la población sojuzgada y aterrorizada durante décadas. Aunque eso no fue todo, y no fue suficiente. Un buen padre, en su misericordia y su bondad, no puede dejar librado a sus hijos al incierto futuro. Por eso se proclamó presidente vitalicio en 1964 y, en 1971, a las puertas de la muerte (sí, un día los padres mueren) designó en el mismo cargo a su hijo Jean-Claude (Baby Doc), quien debió exiliarse en 1986…Después la historia de Haití no sería menos trágica. Francia, la Europa colonial y la de la posguerra, Gran Bretaña y los Estados Unidos de Norteamérica, conspiraron para que Haití sostenga, en nombre de la humanidad, el destino futuro de sus últimos cuatro siglos.

Haití controla el paso de los vientos. Y esto puede leerse en cualquier edición de la Encyclopædia Británica. Hoy mismo le diré a V. que le escriba a Lucson y le haga saber que controlar el paso de los vientos es de una gran importancia geopolítica, que en los vientos puede cifrarse la libertad y el progreso de un pueblo. Él debe estar advertido sobre esta rara cualidad de los vientos marítimos de la isla. Si no para convertirse un día en alguien que se eduque en el valor de la democracia y la justicia y se prepare para regir el destino de su pueblo, al menos para que resuelva cómo enfrentar las rachas que soplan del Mar Caribe o del Atlántico cuando carga sus cacharros de latón o estaño con agua de río, de un lago, de un pozo artesiano, o —y esto es quizá crucial para Lucson, y más importante aún— para cuando despliegue la estrategia de un juego con canicas, que esto sí puede cambiar al mundo. Qué son los mapas nucleares del Pentágono, los dossier con los que grandes laboratorios diseñan pruebas de tolerancia a drogas en cobayos del tercer mundo tan parecidos a hombres, el paradigma del capitalismo y el libre mercado, en cuyo nombre y a cuyo servicio, hombres y mujeres que lo sirven con unción, bebiendo café y sentados en mullidas butacas y arrullados por el suave siseo del aire climatizado, se adormecen con la imagen —proyectada en monitores de cristal líquido— del multitudinario rostro de los Lucson del siglo 21. Pero algo habrá que hacer, me digo. Algo haremos.

Entre tanto, hoy, en Hatty Ossenande, Lucson acarreó agua y, seguido por sus hermanos, corre hacia el patio trasero de la casa, alisa con las palmas y los pies descalzos la tierra roja, dura, calcinada. Delimita con una vara el campo de juego, a su arbitrio unas fronteras más o menos regulares y observa con orgullo el desparejo rectángulo en el que demostrará la destreza adquirida en estos últimos días. No habla con sus hermanos de dignidad, de trabajo, de resistencia, de la imparable fuerza de las buenas causas. No sabe todavía de estas cosas, ni que en su voluntad y en sus manos y en las de otros como él, podría cifrarse no la propia, sino miles de vidas. Lucson sencillamente se acuclilla, elige su canica preferida, alza el mentón y luego sonríe. De cara al último sol de la tarde, para sí, para sus hermanos, Lucson sonríe, y su mirada triste y profunda parece reflejar, por un instante, el tenue fulgor de las canicas.


Photo Credits: HOPE Art

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