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Campo de Higgs

La física por lo general crece como una estalagmita: lenta y asiduamente. Pocas veces suscita hitos de excepcional importancia que validan épocas enteras de saber en un instante. Me refiero a esos experimentos que envuelven un esfuerzo homérico por comprobar la teoría escrita hace décadas usando la tecnología del presente—como una banda de Möbius en el tiempo, yuxtaponiendo una era con otra—y cuyos descubrimientos escapan toda circunscripción científica para impregnarse en el imaginario humano y en las historias personales de quienes lo hicieron posible.

Esto que menciono sucedió en el otoño de 2013. Esa mañana, en un poblado cerca de Ginebra, Suiza se respiraba expectativa y lucidez en decenas de idiomas. Un equipo internacional de miles de físicos e ingenieros, se había dado cita en el CERN para, tras lustros de preparación, despertar a un gigante tendido bajo tierra. El Large Hadron Collider (el acelerador de partículas más grande y potente del mundo) habría de encenderse en pocos minutos y dos haces de protones recorrerían sus largos túneles internos para chocar en puntos específicos a energías tan altas como aquellas que originan hoyos negros en el universo—esas singularidades reminiscentes del Aleph de Borges. Durante ese experimento, la comunidad científica esperaba con ansia añeja encontrar el bosón de Higgs: esa escurridiza partícula elemental—eslabón perdido de la física subatómica—que prometía descifrar nuevos rasgos del Big Bang y del porqué de la materia en el universo. Se trataba así de un evento que condensaría una rama entera de la física a un épico y destellante juego de escondites.

A unas cientos de millas de ahí, en Inglaterra, Peter Higgs, el padre teórico de la ahora llamada “partícula de dios”, esperaba atento los resultados del experimento. A sus ochenta y cuatro años de edad, Higgs se había convertido en una celebridad tras su nominación al Nobel de física un par de meses atrás. Su nombramiento se debía a un artículo publicado en 1964, en el cual se vislumbraba la existencia del ahora famoso bosón que compartía su apellido. De ese modo, los resultados del experimento en Ginebra definirían si los últimos años de Higgs serían entre nubes de elogios y ampliados epígrafes en los jornales de ciencia, o en una villa de retiro. No obstante, el octogenario se había tomado todo con notoria serenidad. A pesar de su reciente fama, las calles de su Edimburgo le permitían pasearse en relativa calma. Esa mañana, había acudido al bar del Café Royal, a unas cuadras de su departamento, para esperar la llamada del portavoz del CERN con los resultados. Sin embargo, su presencia en la barra de aquel café victoriano no pasó desapercibida como hubiera esperado. Entre tarros al aire y un súbito alboroto, Higgs se sentó en un banquillo, agradeciendo los vítores y ordenando una cerveza para calmar los nervios. Varios clientes regulares y algunos meseros se congregaron a su alrededor mientras el bullicio del lugar comenzaba a crecer. Una joven mesera le estrechó la mano denodadamente mientras le preguntaba cómo había sido aquel momento de genialidad del que tanto se hablaba en la prensa. Higgs sonrió por unos minutos mientras enjuagaba su nerviosismo en tragos de oscura. No había contemplado hablar en público esa mañana, pero parecía no haber escapatoria. Las miradas se centraban en él y en la pregunta que le habían lanzado. Poco a poco, la espesa confianza ingerida le animó a hablar en el tono de franqueza que siempre le habían caracterizado.

—No fue durante una caminata en el bosque como dicen, dijo desdeñando el rumor publicado sobre su ahora celebre momento de eureka.

—¿Cómo fue entonces?, respondió el cantinero al otro lado de la barra mientras ponía los toques finales a un par de cocteles.

—No recuerdo. Quizá durante una siesta en mi cubículo. 

Las risas se mezclaron con el trazo de los precios en la pizarra de enfrente. Un sincopado cambio de manteles marcaba el final de un turno, y en el fondo sonaba tenue el piano de Chopin. 

—Los reportajes en la prensa me causan gracia, dijo Higgs… Me retratan lleno de virtudes. Pero en realidad poseo profundas incompetencias.

—Je je… Oh, ¡perdón doctor! Pensé que hablaba en broma. ¿Dijo incompetencias?, inquirió un analista financiero sentado a centímetros de Higgs mientras guardaba su celular para mostrar un tardío respeto y esperaba a que la sangre dejara de abultarse en su rostro.

— Decía que nunca fui un teórico prolífico. Por años no pude publicar ningún otro artículo, o probar algún otro teorema. En los años ochenta casi me corren de la universidad por bajo desempeño. Pues parecía que lo que importaba no era la física cualitativa, sino la que se mide en estándares. Creo que soy el resultado, en muchos sentidos, de mi escasa productividad, rio Higgs.

—¿Escuchaste eso?, exclamó el cantinero en dirección hacia donde se hallaba el gerente del bar. 

—¿Y por qué es tan importante ese teorema que demostró, doctor?, preguntó la joven mesera al tiempo que vertía maní en un pequeño platón sobre la barra. 

—El Teorema de Goldstone tiene que ver con simetrías, continuó Higgs mientras tomaba el platón de maní en sus manos… Imagínese, que este tazón tiene un fondo completamente redondo y ahí reposa una canica. Si se hace girar el plato sobre la vertical, la canica se quedará en el fondo, y para mover la canica en alguna dirección habría que empujarle por sobre la pared del plato. De ese modo, se infiere que la partícula tiene una cierta masa… 

…Sin embargo, si de pronto se invierte el tazón, quedaría una forma parecida al fondo de una botella de vino, donde el punto más estable ya no estaría en el centro, sino en algún lugar del vado circundante. Si rotamos la botella de nuevo sobre la vertical, la canica podría circular por el vado sin esfuerzo alguno. De ese modo la masa de la canica sería ahora “cero” sobre ese plano.

Al término de su explicación muchos miraban el fondo de sus tarros y botellas de cerveza, ante la envidia de los que sostenían tan solo una copa en sus manos.

—A esto se le llama un repentino rompimiento de simetrías, continuó Higgs…, lo cual en la física de altas energías lleva a predecir la existencia de partículas sin masa. Lo que yo hice en los sesentas fue resolver esta paradoja suponiendo la existencia de un campo de fondo que hace que las partículas siempre tengan masa.

—El campo de Higgs, concluyó un estudiante de física que trabajaba de mesero en el lugar… Es un orgullo conocerlo, doctor, agregó.

—Y, ¿cómo es que funciona ese campo?, preguntó el cantinero secando vasos al otro lado de la barra. 

—Eso es tema de otra cerveza, dijo Higgs.

—No se diga más, exclamó el cantinero, al tiempo que dejaba caer el chorro de oscura sobre un vaso seco… Cortesía de la casa.

—En algún lugar leí, intersecó el mesero… que a principios de los noventa un estudiante de Londres ganó un concurso nacional que requería explicar el campo de Higgs en términos simples. Es verídico, no lo estoy inventando. Lo hizo con una caricatura de Margaret Thatcher entrando en una fiesta del partido conservador. 

—Mm… England’s finest!—dijo una despabilada enfermera negra que trabajaba en el hospital de enfrente. Su turno había concluido esa mañana y como siempre había pasado a desayunar al bar.

—La caricatura muestra a Thatcher entrando a la fiesta, continuó el mesero… pronto, la multitud dispersa comienza a agruparse en torno a ella. Thatcher representa aquí una partícula viajando por el espacio. Y los tories son el campo de Higgs. Al rodearla, el campo frena su velocidad. Y cuando ésta viaja más lento que la luz, la partícula, o sea Thatcher, adquiere una masa.

—Una masa tal vez, un corazón ni soñando, exclamó la enfermera mientras ponía aderezo a su ensalada… Thatcher perjudicó a muchos, saben… los ochentas fueron terribles, con la huelga minera y todo… Les debería preocupar allá abajo que sea tan buena para clausurar hornos, dijo señalando el piso.

—Perdone, dijo el analista mientras terminaba de revisar sus correos… pero hay quienes piensan que de no haber sido por la difunta ministra el país estaría hoy más endeudado que nunca. Nadie puede negar nuestro renovado liderazgo actual en la orquesta financiera internacional.

—¿Dónde vives, hijo?, preguntó la enfermera dirigiéndose al analista… Porque en mi barrio la orquesta financiera no ha hecho más que cerrar escuelas y hospitales. 

—Yo sólo digo, replicó el analista… que gente como Mr. Higgs y Mrs. Thatcher, en mi opinión, merecerían honores o títulos nobiliarios, aunque sea póstumamente.

—Mm… ajá, ajá, contestó la enfermera mientras terminaba de pasar bocado… No, si yo nunca estuve en contra de honrar a Thatcher, incluso, alguna vez firmé una petición para su fastuosa cremación pública… hasta que falleció.  

Las sonrisas se miraron mutuamente en complicidad por toda la barra. Otros cruzaron los brazos en desapruebo. Los candelabros, mientras tanto, se habían encendido pues la promesa de un día soleado se había desvanecido. La mesera había traído a la barra los menús del día y los colocaba en frente de cada tarro de cerveza con una impecable sonrisa.

—¿Y qué opina usted, doctor?, preguntó la mesera… ¿Le gustaría unirse a la nobleza?, preguntó en un tono casi de coqueteo.

—De hecho, el gobierno de Tony Blair me ofreció un título de caballero que cortésmente rechacé en su momento, contestó Higgs. 

—¿No le atrajo el rango, doctor?, indagó el analista.

—No, no fue eso. A decir verdad, soy ateo desde los diez años. Así que nunca he creído en potentados de dios. 

—Oh, claro, claro. Pero estará de acuerdo en que el mundo contiene cierta lógica, cuestionó el analista… Sino entonces, ¿cómo se ha podido predecir tantas cosas? Algo o alguien debe regir por encima de todo. 

—Es posible. Sin embargo, actualmente la ciencia es más de probabilidades que de predicciones exactas. En cierto modo, la física de Newton, de mediados del siglo XVI difiere tanto de la de Einstein, como el llamado determinismo clásico difiere de la incertidumbre cuántica. Ahora no hay absolutos, ni el tiempo ni el espacio son perdurables. Todo es y deja de ser. No hay eternidad…  Por eso no me gusta que la prensa llame al “bosón de Higgs”, “la partícula de dios”. Se presta a malentendidos.

—Amén, completó la enfermera.

—Pero, como dije, tengo grandes incompetencias. Una de ellas es ser ignorante de cosas que no me competen. Verá, a mí las historias de espíritus errantes me aterraban de pequeño. Así que el Big Bang me emocionó mucho; somos hijos de una gran explosión y no de lo eterno—pensé. Al nivel más elemental, una interacción es un choque de partículas. Y todo a nuestro alrededor es eso, constantes colisiones que devienen en cambio; paradójicamente, tal vez sea esa la única constante en el universo. Y esa es una condición profundamente humana también. Por eso con los años me surgió la pregunta de si entonces nuestras interacciones son en realidad  la única forma de trascender. Tome por ejemplo el experimentó de hoy en Suiza. Miles de físicos alrededor del mundo han tomado parte en él. Cualquiera que sea el resultado, mañana la humanidad habrá atravesado un umbral. Un paso más cerca de recrear el Big Bang. Esto es lo que me hace saltar de la cama por las mañanas, preguntarme hasta dónde puede llegar el minúsculo cerebro humano…

—¿Hasta dónde, profesor?, preguntó la mesera fascinada. 

—Si lo supiera ya lo habría publicado, créame…

…Sobre los ochentas, sólo tengo una historia que compartir. Cuando tenía treinta y tantos, me mudé con mi esposa a los Estados Unidos. No duramos un mes cuando decidimos regresar a Inglaterra. El senador McCarthy y sus paranoias cundían en ese entonces y sabíamos que no nos iría bien. Así que decidí abandonar una promisoria carrera a cambio de mi derecho a opinar. Mi esposa era lingüista. En ese entonces me prestó un libro de uno de sus colegas americanos, creo que de apellido Kolb. Él argumentaba que conversar es la actividad humana más profunda y ordinaria a la vez. Y es el fundamento de la confianza mutua. Cuando hay antagonismos e intransigencia se pierde mucha energía, no es un sistema eficiente, más bien inestable. Ergo, propenso al cambio.

El teléfono sonó. 

—Doctor, es para usted—dijo el cantinero.

Peter Higgs tomó el auricular con un leve temblor de dedos. Tras un breve saludo, comenzó a escuchar el recuento de resultados. Los datos y anécdotas se comenzaron a apilar en el relato proveniente del otro lado de la línea. Mientras tanto, Peter fue dejando entrever, poco a poco en su boca, una imberbe sonrisa. Como un impulso, buscó con la mirada a sus hijos entre la gente—seguramente lo llamarían luego, pensó. Todos menos Jody; no obstante, imaginó el ademán de apruebo que su fallecida exesposa habría hecho al saber la noticia. Una abrasiva felicidad iba tomando más y más cuerpo. En ese instante, habría parecido que los retratos de Faraday, Franklin y James Watt, adornando los muros estucados del salón, le invitaban a unirse a un distinguido círculo en la historia, a adueñarse para siempre de esa rara y anhelada gema que es la posteridad en vida. 

—Excelente, muchas gracias y felicidades, dijo antes de colgar el auricular. Las manos y brazos de los presentes se posaron en sus hombros, reconociendo su labor y brindando por su vida. Como un campo de Higgs sobre una partícula cuya masa y energía no habrían de decaer en mucho tiempo.

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