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road trip covid
Photo by: Richard P J Lambert ©

Caminatas en la Pandemia III: Dos mil millas de Colorado a Massachussets (II)

Eran las diez de la noche del lunes seis de julio de 2020, subiendo y bajando por las colinas de Vermont. La noche era muy oscura, la pista muy angosta, los autos iban muy rápido, había que ser sumamente cuidadoso y realmente no se podía ni pestañar porque las consecuencias podían ser fatales. Todavía me faltaban dos horas hasta Boston. De pronto, lo vi, vi un Dunkin’ Donuts. ¡Qué emoción! La alegría de sentirse en New England es divisar un DD en la ruta. Estaba muy feliz, pronto estaría con mis hijos Octavio (nueve) y Emiliano (siete) por todo el mes de julio y la primera semana de agosto. Me detuve en una gasolinera. Descendí con el barbijo bien puesto y el sombrero negro. Decidí regresar hasta el DD para comprar un Medium Hazelnut Iced Coffee with cream and sugar. Lamentablemente, estaba cerrado. El muchacho, el adolescente, encargado, me hacía la clásica señal, we are closed, cortándose imaginariamente el cuello con su mano, repetidas veces. Era un signo polisemático para estos tiempos, el signo de la muerte que nos tenía (en) cerrados o cercados sin saber hasta cuándo.

Sin mi Hazelnut Iced Coffee, pero con alegría en el rostro. El viaje estaba llegando a su fin. Unas horas antes, había manejado por Delphos, Ohio. Delphos es un nombre mítico griego. Hace referencia al famoso oráculo del dios Sol Apolo. Lo asociaba con buenos augurios porque además de ser pagano, el día había estado muy soleado en Ohio y Delphos me daba la bienvenida pasajera. Cuando había grandes calamidades, los griegos acudían al oráculo para encontrar respuestas. Ahora nosotros manejamos por el camino consultando a otros oráculos transhumanos como Siri, Alexa o Google Assistant. Indudablemente, seguimos confiando en una voz que nos guíe en la oscuridad del día o de la noche, hemos sustituido la tecnología de los antiguos Dioses por otra, menos inmanente.

Justo cuando iba a almorzar en un Rest Area de Upstate New York, a mitad de camino entre Buffalo y Syracuse, me percaté que había olvidado mi comida en la pequeña heladera de la habitación del Hampton Inn de Gary, Indiana. Ni modo, debía seguir caminando, digo manejando jajaja. Sentí en mi interior la sensación de que la comida era como una ofrenda a los dioses del camino, para que me protegieran durante el viaje: lo que significaba no contagiarme de COVID-19 en la ruta, sobre todo. El olvido o la ofrenda de la comida, la sacralidad del signo en esta semiósfera que habitamos, sería bien entendida por otro gran viajero como el astuto Ulises, temeroso de los dioses. Recordaba todavía el momento en el que el policía blanco me detuvo para ponerme un ticket, allá en Illinois. Me lo imaginaba acercándose a mi pequeño auto rojo y encontrándose con el cuadro del niño Krishna y su madre Yashoda en el asiento del copiloto. ¿Qué habría pensando? Nunca lo sabría, pero que sí le sorprendió ese detalle, era indudable: un gesto de sorpresa iluminaba el rostro del joven oficial. Había traído el retrato grande de Vasudeva para que los visitara a mis hijos. Ellos conocían muy de cerca todas las historias del azulito y de alguna manera, era parte esencial de nuestra familia, como un amigo imaginario más.

Del largo camino recorrido disfruté mucho el tiempo de manejo cruzando Upstate New York. Las montañas representan una geografía agradable a la vista y el viaje en carretera se hace placentero, así. No había mucha congestión vehicular, por lo tanto, viajaba tranquilo y seguro. Escuchaba diferentes programas de radio. Uno de los que más me gustó fue la entrevista en NPR al escritor canadiense Brian Francis, quien en su última novela Break in Case of Emergency, una hermosa Coming of Age, ejemplo de Young Adult Fiction, explora las vicisitudes de una adolescente que ha perdido a su madre, consecuencia de un suicidio, y ha recuperado a su padre, quien resulta ser un Drag Queen. Extraño la radio, entiendo las dinámicas y la importancia de las redes sociales como Facebook, Twitter o Instagram para compartir y acceder a contenidos. Con todo, nada se compara a la radio, esa tecnología que se resiste a morir. No hay como encender el aparato en el auto, sintonizar una estación y encontrarse o descubrir naturalmente una buena entrevista, que uno puede disfrutar como un delicioso café recién hecho por la mañana. Es uno de los pocos placeres de la vida que todavía no nos ha robado la crisis mundial del COVID-19.

Una pausa de esas colinas, esas subidas y bajadas por Vermont, fue visitar por unos minutos el pueblo de Troy. No se trataba de la ciudad legendaria arrasada por los griegos. A lo largo del camino de dos días que me llevó desde Colorado hasta Massachussetts, nombres asociados a la mitología y a la Antigua Grecia regresaron como olas bondadosas que acariciaban mi recuerdo de fantasías de niño ávido por viajar y recorrer esos territorios explorados por Schliemann o por tantos otros aventureros del pasado, de los mitos, en fin de la historia humana. El centro del pueblo de Troy se veía hermoso y acogedor, tímidamente los vecinos visitaban algunas tiendas, heladerías o restaurantes. ¿En dónde se hallarían las ruinas del palacio de Helena y Paris? ¿En dónde Héctor, ejemplo de padre, paseaba en compañía de la hermosa Andrómaca con su único vástago, Astianacte,? ¿Cuál era mi viaje? ¿Cuál es el viaje de la vida: es hacia atrás en el tiempo o hacia adelante, hacia el futuro, que no es más que otra forma de pasado? Aquí les reproduzco un poema que escribí hace algunos años, dedicado a los bellos y bellas habitantes de Troy:

Una guerra de Troya (fragmento)

Paris no era el virtuoso Héctor,
el buen padre,
el buen esposo,
el buen hijo,
el ciudadano perfecto,
el héroe ejemplar.

Paris eligió bien,
eligió, como todo oriental
que se precie de serlo,
la sensualidad y el erotismo
de Venus, de Astarté, finalmente,
sobre la virtud doméstica de Juno
y la inteligencia de Atenea. Los griegos
se burlaban de él, «qué estúpido», «qué tontito»,
«sólo los no civilizados pueden abrazar la
sensualidad frente a la inteligencia y la virtud
helénica», «qué barbárico el oriental ese», «poco frugal».

Salir de las colinas de Vermont fue un gran alivio. La ruta se ensanchó en Massachussetts, algunos patrulleros estaban muy atentos a la velocidad de los conductores, siendo sesenta y cinco millas por hora el límite de velocidad. Yo, por mi parte, iba manejando muy tranquilo y concentrado. Llegué por fin a la casa de mis hijos. Aunque era muy tarde, me recibieron con los brazos abiertos, nos abrazamos con emoción. Su madre, Jasna, los llevó a dormir luego de que terminara de desempacar, ingresara mis cosas y por fin les entregara sus regalos respectivos que había comprado en mi viaje a CDMX en marzo pasado. Seis meses sin verlos, cuánta emoción, cuánto que jugar, cuánto que contarnos, cuánto que reír, abrazarnos, enseñar y aprender, conocer, finalmente.

Me duché con agua muy caliente, me cepillé los dientes, me cambié y me eché en la cama en el cuarto de huéspedes. Había completado el viaje de mi vida para reencontrarme con Octavio y Emiliano. Era feliz, qué duda cabe, como antes que mis padres se divorciaran, como el niño feliz que fui, allí, en la casa verde de Zarumilla, en mi cuarto lleno de juguetes, en un barrio de clase trabajadora de Lima, la capital del Perú, en los ochenta del siglo pasado.


Photo by: Richard P J Lambert ©

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