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4 de julio 2020
Photo by: Ken Lund ©

Caminatas en la Pandemia (II)

Boulder de noche 

Seis meses que no iba a Boulder. Tres meses que no me aventuraba en la carretera. Me sentía como Mad Max. Los primeros kilómetros me recibieron con una imagen que me recordaba al once de septiembre de 2001, la grúa gigante sosteniendo una bandera inmensa de los Estados Unidos como señal de luto, de dolor, de miedo. Muchas cosas cambiaron en la vida de la Unión Americana desde ese trágico día, muchas cosas están cambiando por el COVID19 ahora mismo. La bandera, la grúa, una tragedia que se repite, una tragedia que cala hondo.

Nos encontramos en el Target de la veintiocho. El condado donde vivo, Craighead no había obligado el uso de barbijos a sus habitantes, en cambio, en Boulder County las cosas eran diferentes. Todos tenían barbijos, absolutamente todos. Recuerdo que ella se reía cuando le decía que yo usaba barbijo, eso ya hacía dos meses. Como una chancona que apunta todo lo que hay que traer a la escuela, ella seguía todas las instrucciones de la OMS. En el Hilton, conseguí un barbijo, las instrucciones eran claras: guardar distancia, lavarse, desinfectarse y usar barbijo obligatoriamente. Subimos a la habitación, 208, era muy grande, muy moderna, sin una buena vista, pero muy cómoda. Le entregué el regalo que había traído de México en marzo pasado cuando la pandemia recién había sido declarada, un paliacate verde, el de las marchas de la ciudad de las buganvillas.

Abrí las bebidas, el vino, un shiraz australiano de Layer Cake y una agua mineral San Pellegrino, dispuse la comida sobre la mesa de la pequeña salita de la habitación: chips, jamón serrano, queso manchego y unas frambuesas. Ella decía que ya había comido algo, una ensalada, pero sonreía porque reconocía que yo sabía mucho de sus gustos. Todo lo dispuesto era de su agrado. Habíamos cambiado. En otras circunstancias, en otro mundo que ya no volverá, nos habríamos devorado toda la comida y el vino se habría acabado en menos de veinte minutos. Pasaban los minutos, se avanzaba con la comida, pero poco, ella seguía una dieta Atkins y yo, el ayuno intermitente. Le pregunté si quería que pusiera música, me dijo que no, que ya no bailaba que su vida actual era aburrida. La besé. Nos dirigimos a la habitación. Nos desnudamos. Antes nos lavamos bien las manos.

Terminamos el vino, hablamos de la situación del país. Observó el reloj, ya era tarde, hora de marcharse. Le pedí que me dejara en el estacionamiento de Target para recoger mi auto rojo. Nos despedimos. Preferí no tomar el auto todavía, necesitaba otra botella de vino, crucé la calle y en la licorería del Whole Foods, escogí un tempranillo de los Conejos Malditos, pagué y salí.

Al regresar al hotel, pedí más barbijos. Me eché un rato a descansar en la inmensa cama que todavía guardaba los olores del amor furtivo, amor de trinchera y comunas insulares con mucha intensidad, demasiada. En la mesita de noche se notaban sus zarcillos, se los había olvidado. Me cambié y me fui al gimnasio que estaba en el mismo piso, programé mi nuevo ayuno en el app del teléfono. Corrí en la cinta unas millas, luego utilicé la elíptica, me sentía bien psicológicamente, estaba muy estructurada mi psique, estaba listo para este nuevo mundo, pero quería más.

Me levanté un poco más tarde de las nueve. La noche en Boulder, antes de la pandemia, era muy animada. Normalmente, jóvenes y adultos compartían sus risas y alegrías en los diversos bares y restaurantes de la ciudad. Quería saber si algo de esa magia todavía se mantenía o experimentar por otro lado, el colapso del mundo frente a mis propios ojos. Iba a manejar hasta el centro, al final, preferí caminar, serían como veinte cuadras más o menos, pero me permitiría sentir esa zona de la ciudad, sentir el mundo de la Pandemia cuando los negocios habían abierto de nuevo.

La caminata fue generosa. Ni frío ni calor. Algunos bares y cervecerías abiertos. Era evidente la sensación de rareza, ya no desbordaba vida la ciudad. La noche regular de fin de semana, en la que meses antes se confundían los vagabundos con los estudiantes de CU, la tech people y otros habitantes de la noche entre gritos, risas y música, ahora había sido tomada por completo por los vagabundos. La ciudad era más libre y los vagabundos sin barbijos jugando. Me detuve en una tienda de mapas, debo confesar que tengo una fascinación por los mapas y los viajes, pero ya estaba cerrada. Me encontré con un mapa de París de frente, era una buena señal. Justamente en el hotel se había conversado de París, la ciudad de los amantes. Como ocurría con otros negocios de Boulder County era obligatorio usar barbijos, no solo se trataba de una disposición de salud, sino que era una reacción política frente a otros condados o ciudades que eran consideradas trumpistas y en ese sentido, negaban el ingreso a sus negocios si los clientes usaban barbijos considerado señal o signo de los demócratas. Todo es política, hasta la salud. A esto se sumaba la reacción de una ciudad blanca, progresista y acomodada como Boulder ¾ recordaba todavía sus palabras mientras empujaba su carrito repleto de mercadería de Target: “es cuestión de educación, aquí hay más gente educada” ¾ ante el racismo que encarnaba POTUS y sus políticas y defensa del personal policial. Obvio como sucede en muchas ciudades progresistas de la Unión, todo es fachada, los ricos que habitan estas urbes son igual o peor de racistas que los policías, sólo que ejecutan la educada y aprendida hipocresía de estas tierras, sobre todo de sus ciudades y barrios más acomodados. Es que el acto racista lo puede ejecutar un policía, pero existe en la sombra toda una estructura ideológica y económica que se perpetúa, silenciosa, pero no menos racista. Así, por ejemplo, cuando una familia afroamericana se muda a un barrio hacinado de blancos burgueses, el valor de las propiedades del barrio disminuye. Entonces, los corredores de bolsa te afirman de lo más tranquilos: “es el mercado, no es racismo”. Ciertamente el mercado es, efectivamente, racista y eso está muy difícil de cambiar, es mucho más sencillo encerrar de por vida a cuatro policías, las malas manzanas de un sistema que es el gran gusano que se siente feliz dentro de las frutas, sabiéndose seguro y protegido.

Caminaba, buscaba un bar en especial, así iba descartando las diferentes opciones que se me presentaban. Uno de mis bares favoritos, Illegal Pete’s, seguía cerrado y otros no se me presentaban seductores para entablar encuentro. No di con el bar de cocktails que era el objetivo específico de mi búsqueda y escapada nocturna. Al final doblé a la derecha en una esquina. Varias calles estaban cerradas y se había privilegiado mesas afuera en la vereda o la calle para disminuir el riesgo de contagio. Jungle fue mi parada, nunca había visitado ese bar de cocktails. Frente a mí unos Techies, alegres, disfrutando de sus negocios y de su posibilidad de seguir divirtiéndose en medio de tanta muerte. Si ya el mundo les pertenecía, gracias a Facebook y a Google, ahora quedaba claro que ellos eran la élite, la oligarquía de este planeta que estaba muriendo, era un mundo hecho a la medida de sus necesidades antisociales, donde el aislamiento se privilegiaba no como una medida de salud, sino como una forma de vivir y hacer negocios, hacer plata, finalmente. Si los consumidores no salían de sus casas a disfrutar del sol (que es gratis), a oler las flores de un jardín (que es gratis) a abrazarse a un árbol en un parque (que es gratis) entonces podían comprar los productos que los techies diseñaban y vendían por internet. El aislamiento se había convertido en un gran negocio lucrativo para un grupo selecto, que feliz disfrutaba frente a mis ojos de poeta.

Pedí un jungle bird, inventado en Kuala Lampur en 1978. Consistía en un ron macerado de la casa, jugo de piña, Campari y limón. Nunca lo había probado antes. Siempre es bueno probar algo nuevo. El amor, la comunidad, el ritual, la inmanencia. La luna se distinguía seductora sobre edificios a oscuras. La calle estaba clausurada. Una mujer policía, blanca, desciende de su auto, poderosa apunta con su linterna a alguien o algo, tal vez a la vida misma. Atraviesa la calle. Unos minutos después regresa sobre sus pasos. Mueve algunos conos y deja pasar una ambulancia. Me acabo el primer cocktail. Pido otro, un vaso de agua y la cuenta. El muchacho, el mozo, es muy amable. Siento mucho respeto por él y por los millones de estadounidenses o, en general, los trabajadores de este país sean legales o ilegales, cuya fuerza de trabajo está puesta a prueba al máximo en esta cuarentena. Trataba de saborear el cocktail en mi boca lo más que podía, como si fuera la última bebida del fin del mundo. En este mismo momento, los contagios están subiendo clamorosamente en los territorios de la Unión, se rompen todos los días record tras record mundial de contagiados por el COVID19, en cualquier momento nos encerrarán de nuevo, tal vez, después del fin de semana de las fiestas patrias del Fourth of July. Lo llaman segunda oleada. Fue el Fourth of July más triste en la historia de este país más dividido que nunca casi al borde de una guerra civil interior, espiritual. Siento un poco de pena porque tal vez el muchacho pierda su empleo pronto, de nuevo. Sigo saboreando el licor dulce que se pierde en cada rincón de mi boca, entre mi lengua, entre mis dientes sanos. Podría ser el último trago que saboreara en un bar en el fin del mundo. Un mundo moría, un mundo estaba naciendo. Los techies alegres ¿Hasta qué punto había llegado nuestra soberbia? Ni en Perú en la peor crisis de su historia, la de los ochenta, había sentido tanta pena. Me duelen los Estados Unidos. Amor, comunidad, ritual, disciplina del ego. En la ciudad de las Flatirons, los vagabundos jugaban y cantaban como tomando el relevo de rituales ancestrales. Me hacían pensar en Lovecraft y sus historias de terror gótico, así tenía que ser.


Photo by: Ken Lund ©

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