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Photo by: Matthew Paul Argall ©

Caminar la ciudad

Cuando habitamos ciudades, ya sea de manera permanente o temporaria, dibujamos un mapa con nuestros pasos: recorremos sus calles una y otra vez, hasta que nuestros cuerpos retienen la memoria de nuestros itinerarios. Y, al caminar, nos detenemos, de cuando en cuando, en un café. Los cafés se convierten en punto de descanso, de trabajo, de lectura o de encuentro. En uno de sus ensayos autobiográficos acerca de su vida en Berlín, Walter Benjamin plantea la posibilidad de construir un mapa a partir de la propia biografía que incluya, entre otras cosas, “las ubicaciones de cafés prestigiosos cuyos nombres, hace tiempo olvidados, mencionábamos”.

Cuando caminamos la ciudad día tras día, junto a los nombres de calles, junto a los de plazas y barrios, quedan grabadas en nuestra memoria las imágenes de los cafés. A estas se suman los ruidos de porcelana chocando con porcelana, del vidrio temblando sobre el metal, de la presión del vapor contra el aire y del bullicio incomprensible de conversaciones que rebota contra el cielorraso.

En cada ciudad que habité durante cortas o largas partes de mi vida, identificar cafés donde sentarme a leer era una manera de instalarme. Cuando llegué a Filadelfia como estudiante de posgrado a los veinticinco años, encontré el único café existente en esa época, ya que era una ciudad pequeña que aún no era centro de atracción del turismo: un café que era parte de un hotel y que servía un exprés insípido. De todos modos, resultaba una buena estación: un punto de estudio, escritura y lectura. En cambio, Nueva York, el centro del imperio, estaba – y aún está – poblado de cafés, cuyo nombre y aspecto imitaba la ciudad europea a la cual ansiaba parecerse. En mis visitas a esa ciudad cuando vivía en Filadelfia o, años después, cuando residía allí como investigadora visitante o viajaba por razones de trabajo, dibujé distintos mapas: del West Village, del Soho y del Upper East Side. En cada uno, elegía cafés que servirían como punto de lectura, trabajo, escritura o encuentro. Y si retrocedo en el tiempo, me encuentro con otros itinerarios, los anhelados porque propios, y con otros cafés: Avenida de Mayo y el Bar Billares, Corrientes y La Ópera, Los Pinos, La Giralda y La Martona.

En Beacon – la ciudad en que resido –, poco después de acomodarme, solía caminar por Wolcott Avenue hasta llegar a South Avenue para acabar en la esquina de Main Street y South Avenue, donde estaba Bank Square, mi punto de lectura y escritura. O elegía doblar por Tioronda hasta Main Street y caminarla derecho hacia el Oeste. Una vez que me acomodaba, mientras leía y escribía frente a mi taza de café, veía las mismas caras sin nombre. Las escuchaba hablar por sus celulares y tipear en los teclados de sus computadoras. Pero no me atrevía a iniciar conversaciones: mejor imaginar una vida detrás de la cara.

La rue des boutiques obscures (La calle de las tiendas oscuras), novela de Patrick Modiano publicada en 1978, trata de la reconstrucción por parte del narrador-protagonista, Guy Roland, de un pasado borrado de su memoria. A lo largo de la novela, nos enteramos de la vida de los judíos en el París de la ocupación – una vida invadida por el miedo – y de su deseo de huir del nazismo. Es, además, una reflexión sobre la imposibilidad de encontrar la propia identidad. Ya en el principio de la novela, el narrador/protagonista afirma que él no es “nada… sólo una silueta clara, aquella noche, en la terraza de un café”.

Pero, en mi opinión, el aspecto más interesante del texto es el lugar que ocupan el itinerario de París y sus cafés en la producción de la historia de su historia y la de sus habitantes y, por la misma razón, en la producción y re-producción de la memoria individual. Cuando cambia la ciudad, cambian los cafés y restaurantes: las estaciones en el itinerario de los parisinos. Guy no puede reconstruir su historia porque la misma historia del París ocupado ha sido borrada. Cada una de sus tentativas de ubicar un café o restaurante que recupera en el recuerdo fracasa. Del mismo modo, al cambiar la historia de Buenos Aires, cambian sus cafés: suben los alquileres, se venden los negocios, cambian los gustos y las modas. El Café de los Angelitos ya no existe. La Paz está irreconocible.

Al caminar repetidamente la ciudad a lo largo de los años, nos adueñamos de ella y, a medida que nos adueñamos, construimos nuestra vida. Por ello, identificar el café o restaurante es identificarse. Dejar huellas es dejar rastros de la propia historia. En su esfuerzo por recuperar su historia perdida, Guy Roland debe pisar sobre sus propios pasos, como le sucede en su paseo con Waldo Blunt – el pianista ex marido de Gay Orlow – o cuando siente el impulso, al salir de su antigua casa en la calle Cambacérès, de volver a subir las escaleras para reiniciar su recorrido.

Para el narrador-personaje de La rue, cada residente en París realiza un trayecto que se cruza con otros itinerarios, y los cafés y bares son puntos de intersección, nodos de una red. A medida que recupera la memoria, recupera la imagen de Denise, su pareja desaparecida en el cruce fallido a Portugal. En su afán por saber más de ella, se cita con el fotógrafo de Denise durante su antigua época de modelo. Este lo invita a su departamento, situado en el último piso de un edificio en el barrio de Montmartre, para escuchar sus preguntas. En un momento, Guy se queda solo junto a la ventana del departamento, desde donde se le ofrece la vista de todo París. Y, al mirarla, reflexiona acerca de esa confluencia fortuita con su pareja en el bar del hotel Hilton (el mismo lugar donde busca a Waldo Blunt) como intersección de itinerarios, único punto de encuentro entre las “miles y miles de personas que se cruzan”.

Todas sus reuniones o convergencias con las personas que pueden ayudarlo a reconstruir la memoria perdida se realizan cafés (con Mansoure, con el dueño de A la marine, el café que estaba debajo del departamento que habitaban Denise y sus padres, y con Robert, el antiguo jockey que acompañó a Guy y a Denise en su mudanza a Megèves) y en bares (con Sonachitzé, un posible contacto, y con Waldo Blunt).

Scouffi, el artista y novelista griego asesinado, se fusiona con Denise en la memoria recuperada, porque tanto Scouffi como Denise vivían en la rue de Rome durante los comienzos de las relaciones de la pareja. Entonces, una imagen surge en la mente del narrador-protagonista: es verano, y él espera a Denise en la terraza de un café cerca del trabajo de esta, donde se suelen encontrar siempre que sale (el café como punto de encuentro en sus itinerarios). Entonces, ve a Scouffi pasar en su terno blanco, caminando lentamente con su bastón. Y su figura, borrosa en la memoria, se pierde de vista: “El París por el que caminábamos a la sazón era tan veraniego e irreal como el terno de Scouffi”.

Vivir en una ciudad es caminarla, es dibujar un mapa gracias al itinerario cotidiano. La vida es un itinerario. Es caminar por una calle, doblar por otra al llegar a una esquina, deambular en círculos y, en un momento de descanso, sentarse en un café. Nuestra vida es un itinerario y, al recorrerla, dejamos huellas de nuestros pasos. Al caminar la ciudad, nuestras huellas dibujan un itinerario y, a la vez, dibujan nuestra historia. Por eso, encontramos su dibujo en distintos lugares que fueron y son propios, y las marcas de nuestros cuerpos y las ondas de los sonidos de nuestras voces se irán con sus cafés.


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