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Arturo Serna
viceversa magazine

Caminantes

De a poco, en el camino o en la vida, se encuentran maestros o condiscípulos. Si hubiera nacido en la magna Grecia hubiera querido asistir al jardín de Epicuro. Como eso es imposible, suelo buscar entre los contemporáneos los ecos de las escuelas que verdaderamente importan en filosofía: las que elogian la vida desnuda y el placer. Mientras hojeaba la sábana de la actualidad, mi feliz amigo Soberón me indicó un libro que desde el título parecía auspicioso. El autor es Edgardo Scott. Su apellido me llevó, inevitable, al Duns Scotus inolvidable, primer apólogo de la voluntad. Pensé que este joven escritor argentino tendría en su genealogía algún vínculo con la tradición filosófica. Y no me equivoqué. En el libro Caminantes. Flâneurs, paseantes, vagabundos, peregrinos, Edgardo Scott recorre una serie de «cínicos voluntariosos» que encuentran en la caminata una forma filosófica y vital. Con un análisis detallado y preciosista de textos y declaraciones, el autor bucea en las conformaciones y transformaciones de la caminata como estrategia vitalista. Acaso como Nietzsche, que entendía la vida como una fuerza que debe ser revitalizada, Scott reivindica la caminata en sus múltiples formas para revisar y descubrir que el arte del paso a paso está cada vez más en desuso. Sólo nos queda la versión deportista que prolifera en nuestro tiempo. Desde Poe hasta Baudelaire, Walter Benjamin y Sarmiento, el libro sostiene que el flâneur no existe ya, que fue solo un fulgor de fines de siglo XIX y que despareció así como desapareció el dandismo. Sobre los paseantes propone reflexiones que iluminan la idea del paseo como rumor que alienta el ensimismamiento. Los vagabundos no son los homeless del vilipendiado capitalismo: son los crotos, los errantes, los cirujas, los zombies, aquellos que son esclavos de su libertad. Scott ubica a los peregrinos como miembros de una especie casi extinguida: los peregrinos caminan para ir más allá. Cuando Carlos Correas dejó de caminar, “como sucede con los poetas y los ángeles, intentó volar”.

El libro no termina de modo obvio: Scott narra un episodio de su vida y se sale, por un momento, del torrente que está escrito como meandros sobre los paseos y caminatas de otros. Coherente con la vindicación decimonónica de la vida (acaso como Dilthey o Nietzsche) demuestra su hipótesis inicial –aquello de que el arte del caminar implica una postura filosófica y literaria– con un ejemplo de la propia experiencia. No creo que Scott sea un frankfurtiano. No estoy seguro de que desprecie la vida industrial, abrumadora y citadina del poscapitalismo europeo. Su relato tiene por objetivo mostrar que las muchedumbres de París ya no caminan sino que marchan, ciegas, en busca de la nada misma (aunque no sean del todo conscientes de ello), guiadas menos por el placer que por la abulia que genera el consumo.

El relato de Scott cierra el libro y también la serie de reflexiones en torno a autores tan disímiles y apasionantes como Baudelaire y Sarmiento, San Ignacio de Loyola, Sebald, Thoreau, Luis Chitarroni, Jorge Fondebrider y Lucio V. Mansilla. Quizás sea Mansilla, un Roberto Arlt avant la lettre, quien reúna, insospechadamente en sí mismo los diversos rostros de flâneur, peregrino y, tal vez, vagabundo (recordemos su errancia pobre, por única vez, en la Mesopotamia argentina). Por eso creo que Scott no se ha ahorrado el análisis de un texto del dandy- flâneur-paseante-peregrino Mansilla.

El libro de Scott no le hubiera disgustado a Mansilla. Todo lo contrario: lo hubiera tomado como un continuador del arte mayor de la crónica, de las causeries de los jueves, de esos textos que combinan el ensayo y la narración, el pensamiento intimista, la reflexión y la anécdota precisa y suspicaz. En suma, Caminantes es un elogio –lleno de fineza– del mejor cinismo y de la voluntad (Scott es digno y lejano discípulo de Duns Scotus): es decir, la filosofía al servicio de la vida y no a la inversa, como sucede en no pocas academias filosóficas contemporáneas.


Photo Credits: Martin Garrido

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