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Camellos

Con la misma disciplina con que décadas antes diseñaba planos con tinta china, tiralíneas Staedtler, reglas y escuadras, en incontables horas de pie ante su tablero profesional, ahora, a sus ochenta años, sentado a la mesa de fórmica de la cocina, se ponía con crucigramas y a lápiz, en una libreta de espiral con hojas sin renglones, escribía su nombre, su fecha de nacimiento, nombres de calles, objetos, animales. Idéntica aplicación lo llevaba a dibujar cuadrantes de relojes marcando distintos horarios. De a ratos, leía. Podía tratarse de alguno de mis libros, aunque era más común verlo ensimismado en la lectura de la vida de santos. Su preferido era San Francisco de Asís. Requería de fe para enfrentar una fuerza mayor que la de su voluntad.

En una oportunidad me refirió algo sobre un documental del desierto. Una tormenta de arena. Dijo que no había prestado atención a los detalles sino a las imágenes, por ejemplo no se acordaba del nombre de esa tormenta. ¿Simún?, ¿siroco?, dije como al pasar. Mi padre asintió. Dijo: simún, y pareció alertado por algo, abrió la libreta, tomó nota. Un viento que lleva arena, dijo después, color naranja… Se me quedó mirando. No fui capaz de descifrar esa forma de mirarme. Intenté satisfacer su curiosidad. El simún se movía en forma circular. Arrastraba arena de un lado a otro a gran velocidad. Asfixiaba a personas y animales. Elevaba el calor a altísimas temperaturas. Era lo que sabía. La cuestión del simún volvería una y otra vez a nuestras charlas ¿Cómo imaginar que lo importante hubiera sido hablar sobre camellos? Pero no. Era el simún: el desierto, las tormentas de arena, las dunas que viajaban de un lugar a otro y desorientaban caravanas enteras y causaban muerte. Esa fijación de mi padre, conjeturé más tarde, sería el paisaje mental tras sus párpados: una tormenta de arena que lo confundía, trastocando caras, sustituyendo, opacando, borrando años, personas, la propia existencia, la de otros, desgastando palabras…

Tomábamos mate. Le refería anécdotas. Cuando eso sucedía, apartaba la libreta, las vidas de santos, y seguía el curso del relato con especial atención, sonriendo de ese modo tan singular, entre condescendiente y protector —después de todo yo era su hijo y él un padre de una enorme humanidad.

Tres años. Los últimos de su vida. En ese lapso fui testigo de su creciente fragilidad, de su deterioro, que probablemente sea ya parte de mi herencia. Tres años durante los cuales mi madre, mi hermano y yo nos distribuimos responsabilidades. La mía fue llevar a mi padre a la consulta del neurólogo cada tres meses. Se trataba de lograr un equilibrio, decía el médico, entre su estado y las drogas, estar atentos a sus reacciones, a su conducta. Variar la dosis si se presentaban ciertos síntomas que yo asociaba a estados de demencia: alucinaciones, episodios violentos. Mi padre, cada tanto, hacía su espectáculo. Refiere mi madre que una noche, tarde, mi padre le anunció que se marchaba, que eso no podía seguir así. Comenzó a separar algunas mudas, dijo que prepararía la valija. Mi madre lo disuadía y después él lloraba y le decía que la amaba y regresaba compungido a la cama. Daba risa, tristeza. Jamás le transmití a mi madre (el límite fue recomendarle que no lo contradijera, que pasara por alto sus confusiones o equivocaciones, sus lagunas) la información tal cual la recibía del médico quien, aunque prudente, no ocultaba el paulatino agravamiento.

Quién sabe en qué pensaría cuando quedaba sólo, qué miedos le traería la soledad. Los dibujos y las palabras en la libreta de espiral prueban el temor. Un hombre lúcido que no ignoraba que esa lucidez se iba apagando. Me pregunto si algo más lo distraería de la lenta degradación, del encierro. Su vida convertida en ausencia, pérdida, una especie de ceguera. Sospecho que se consolaría con breves instantes de presente puro. Destellos fugaces en los que encontraría sosiego. Aunque todo eso, él lo sabría, volvería a derrumbarse y él a moverse entre escombros de vida. Se apartó de sí. No querría tener demasiado que ver con el hombre en el que se iba convirtiendo.

Tras una de las primeras visitas, el neurólogo me retuvo (mi padre, prudente y astuto, siguió hasta la sala de espera) para explicarme que el diagnóstico era complejo. Requería de un largo proceso a partir de un test psiquiátrico o varios, evaluando síntomas, reacciones. Podía tratarse de la enfermedad que yo acababa de nombrar, o de cualquier otra. Una forma de decir que lo que le sucedía a mi padre estaba a la vista, y que los exámenes periódicos en su consultorio eran, por lo pronto, suficientes. Tanto para verificar el curso de la dolencia, como para prescribir el tratamiento. Durante esas visitas, cumplíamos un ritual, una liturgia que entrañaba, para mi padre, el sufrimiento de ser examinado y sortear o no con éxito las pruebas. El médico nos recibía con afecto. Mi padre tomaba asiento frente al escritorio, de cara al médico, en una butaca. Yo ocupaba una silla detrás de mi padre, también de cara el médico, quien desplegaba con muda parsimonia pequeños actos que anticipaban un desenlace más o menos desdichado. La espalda de mi padre se separaba del asiento. Yo advertía la tensión en los músculos de su cuello, veía como sus pequeñas manos se acercaban al borde del escritorio de donde se aferraba con los extremos de sus dedos, sin dudas buscando asirse a algo más firme que él mismo. Bueno, vamos a ver Miguel. El tono bajo del médico dejaba en claro, en lo que a mí respecta, que la práctica que se iniciaría en un momento, sería más o menos inútil.

La primera prueba consistía en recorrer de ida y vuelta los escasos metros que mediaban entre el escritorio y la pared detrás nuestro. Mi padre caminaba con solvencia marcial, sin perder jamás la recta, el cuerpo equilibrado. Marchaba como para un desfile escolar. Era penoso verlo. La segunda prueba, en cambio, no lo implicaba tanto. Debía llevar el índice (mano izquierda, mano derecha, alternas) hasta el extremo de su nariz. Tampoco fallaba, al menos ostensiblemente. Pero esos pasos eran preparativos. Lo difícil estaba por venir. Más de una vez, en medio de las pruebas, meditaba sobre el primer día, la primera visita, la primera tomografía computada, cuando el problema, según el médico, se hacía visible físicamente en aquella línea revelada por el escáner que bordeaba la superficie del cerebro. Una fina sombra que demostraba la disminución de la masa. La enfermedad no tenía otra manifestación en mi padre. Que no retuviera lo que había desayunado esa mañana, el nombre del amigo con quien acababa de cruzarse, el de sus hijos o el de su esposa con quien llevaba cincuenta y cinco años casado (que increíble, me confió, todos la conocen y yo no sé quién es) sencillamente se explicaba por esa grieta infinitesimal—paradójicamente, como trazada a plumín—que lo malhería. Las estúpidas pruebas implicaban la dignidad, su pérdida: la del médico, la mía, la de mi padre, quien ya no saldría de la casa.

Impecable, afeitado, vestido, pasaba los días recostado en el sillón de dos cuerpos del living —era su territorio, su frontera, desde allí resistía. Entre tanto el aislamiento, las prolongadas pausas, la mirada en suspenso, quejarse del frío, usarlo como un argumento más a favor de su reclusión. Con la astucia de la que todavía era capaz desplegó una estrategia. No se movía del sillón. Para su bien, se lo ignoraba. Simulábamos que el modesto número de escapismo era eficaz.

Una tarde dibujó la antigua casa de Villa Luro en la que vivió con su familia. Una vista aérea, sesgada de la casa: la puerta de chapa de entrada. Adentro, a la derecha y al frente, con un naranjo en medio, el patio en altura limitado por la balaustrada de mampostería. Las habitaciones en hilera frente a la galería. La diminuta cocina más allá y, a su lado, en ochava, el baño. Al fondo, a la izquierda, la estrecha escalera metálica que llevaba a su habitación. Lo felicitamos por la perfección, la fidelidad. Parece una foto, dijo mi madre. Mejor que una foto, más linda que una foto. Aunque mi padre tendría plena conciencia de lo poco que valdría esa transitoria perspectiva del pasado, con el dibujo de la casa de su infancia, dio testimonio de su oficio.

Aunque en el trance de tener que responder ante el médico, más de una vez se volvía hacía mí. Yo rozaba su hombro y él recibía suavísimas y punzantes reconvenciones: sólo mire los dibujos del libro Miguel, sólo los dibujos… Caballo, decía entonces mi padre. Bien, muy bien. Perro, decía mi padre. Gato. Ciervo. Elefante. Oía el bien susurrado por el médico pero no lograba levantar la vista del piso, le escapaba a la espalda de mi padre, a los brazos tendidos, los dedos contra el canto pulido del vidrio del escritorio.

En una visita (quizá la última), superados con cierta dificultad los dos primeros ejercicios, el médico abrió el libro de dibujos, volteó hojas. Pasemos a este Miguel, fue lo que oí. Levanté la vista, me alcé un poco sobre la silla, vi el paisaje de dunas, el desierto, la caravana de camellos. Simún, respondió mi padre. Salí en su defensa. La tormenta de viento y arena, dije. Mi padre asintió. ¿Qué animales son, Miguel?, dijo el médico, la mano laxa, el índice displicente sobre la hoja (apreté los párpados, me retraje en la silla: visitábamos con Analía la Capilla Sixtina. En la cúpula, el índice de Dios. Un gesto glorioso, aterrador. La creación de Adán. El primer hombre creado para la muerte). El alivio fue decirme que mi padre ya estaba perdido para siempre en su tormenta de arena, que no sabría responder, que el espejismo del simún lo ahogaba. Sin embargo, con voz casi inaudible, mi padre dijo simún y luego apretó los labios. Silencio. Un silencio denso, fundido en su hostilidad y su furia. El tiempo detenido. Camellos, me decía, son camellos… Volví a adelantarme en la silla. El duro contorno del perfil y el gesto autista delataban que mi padre no estaba ahí. Se había ausentado hasta donde los dibujos y las palabras ya no importaban.

Murió el 4 de abril de 2012. Esa noche un tornado arrasó las ciudades del Oeste.

Por mi parte, sé qué es lo que haré no bien me jubile. Escribiré relatos con camellos. Soñaré con camellos. Me hablan del Camel Trekking; una excursión que parte de Tánger a la caída del sol. Dormiré junto a camellos en las frías noches del desierto. Es lo que haré antes de que el índice de Dios me haga asomarme al libro de dibujos, con alguno de mis hijos a mis espaldas.


Photo Credits: Fool4myCanon

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