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Fabian Soberon
Photo Credits: Christian Córdova ©

Cálculos

En la esquina de mi casa, un hombre vende el diario por la mañana. Hemos llegado a un acuerdo. Todos los lunes y domingos debe dejar el diario en mi casa. Si hay lluvia puede tirarlo por encima del portón, envuelto en una bolsa plástica.

El vendedor de diarios se llama Carlos y usa anteojos negros, como los policías de Chips. Le quedan un poco grandes. Pero no se amilana. Los usa con orgullo, como si fuera un galán de la tele.

Como su madre, a Carlos le faltan dientes. Aunque se ríe muy pocas veces, cuando lo hace, puedo ver los huecos como ventanas rústicas en la boca. Por ahí se filtran sus ideas, pienso. Su madre es una vieja que lleva unos harapos blancos y amarillos. Cada vez que la veo, recuerdo que esos son los colores de la iglesia católica. Nunca hablo con ella. Una vez lo hice y estaba impaciente, airada, sin razón. Me dijo que le debía dinero. Parecía un cura enojado con sus feligreses.

Carlos no sabe contar ni hacer cálculos. Cuando le quiero pagar el diario, levanta la cabeza y entrecierra los ojos, como si estuviera sumando. Pero me doy cuenta de que no puede hacerlo. Solo hace una puesta en escena, como un actor de circo. Sospecho que le da vergüenza que los otros piensen que no sabe sumar.

Carlos es distraído y nunca trae el diario en horario. Suele venir en bicicleta. En su parada habitual, suelta el pedal izquierdo y estaciona la bici en la vereda. Centinela de la avenida, vigilante del cemento, roza los dedos antes de entregar los billetes y simula una concentración esmerada y barroca.

Por obra del semáforo, un día estacioné mi auto exactamente a su lado. Carlos estaba en otro mundo. Tenía los ojos perdidos. Lo saludé pero no se enteró de mi presencia. ¿En qué estaría pensando? Quizás hacia cálculos en sueños diurnos o buscaba una calculadora imaginaria entre las nubes.

No deja de ser un enigma cómo hace para vender diarios sin saber sumar. Está entregado a la buena voluntad de sus clientes. Si ellos lo quisieran embaucar, nada los detendría. El amigo Carlos no podría jamás descubrirlos en la acción impía. Tal vez por eso la trae a su madre, para que ella haga de contadora pública.

Hacen una dupla heteróclita. Ella teje, ceba mates y refunfuña, callada. Carlos mira al cielo, suma en el vacío y, en los días de lluvia, espera que caigan billetes desde las nubes.


Photo Credits: Christian Córdova ©

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