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Fabian Soberon
viceversa magazine

Caída 

Una chica llama a J por teléfono. F sabe que es una chica porque J se lo dice.

J aclara: es una chica que conocí hace unos años. Está un poco perturbada. Pero es buena. Es buena como quería Rousseau.

F le pregunta qué quiere.

J dice que nada, que desde hace tiempo amenaza con tirarse al río pero que nadie le cree. Es pura amenaza. Y cuando algo es solo eso, amenaza, nadie va a salir corriendo cada vez que ella hace alarma.

En un minuto están en la lancha y el motor ruge como un animal de fuego.

La lancha se pierde en la espesura. El agua turbia invade como un tigre líquido y voraz el horizonte. Después de unos minutos, no hay otra cosa que agua. El motor carraspea como si fuera un músico de jazz. J está incólume. Es un viajero silencioso y corajudo. No en vano ha estudiado en la Escuela de Marina. Es un marinero de ley. Entre estertores, le dice a F que es una paradoja que el escritor marino de Argentina haya nacido y vivido en Tucumán. F asiente con un movimiento de cabeza. ¿Por qué no hay nada más opuesto al agua que la sensación de estabilidad y firmeza que produce la montaña?

J frena. Espera que otra lancha se acomode y que cruce al lado. Después acelera y vuelve a la velocidad habitual. Al rato, pasa al lado una lancha rápida, potente. J dice que no es una nave para este río. Mucha potencia pero gasta mucho, es muy cara.

Cuando están cerca de la casa de Sarmiento, le explica que el sanjuanino vivió en la casa y que después la vendió. Unos años más adelante quiso volver al mismo sitio y compró la misma casa que antes había abandonado.

F piensa que Sarmiento es un caso único. Pero no dice nada.

Al costado del camino de agua, hay unas viviendas esmirriadas, hechas de chapa gastada y con unos banderines que ondean por el viento frecuente.

De pronto, aparece una casa barco.

Si, dice J, hicieron una casa reutilizando el barquito. A la izquierda F ve una mínima playa de arena.

J lo mira y dice que la playita es artificial.

Están a unos pocos metros del museo Sarmiento. F estira su brazo y, con supremo y mínimo equilibrio, levanta el celular y toma una foto.

Para un marino entrenado en las peripecias mayores amarrar una lancha es un arte menor. Pero para F, que no es marino, es un asunto problemático. No sabe por qué pero en todo momento recuerda que una vez se cayó en un lago, en una excursión estudiantil liviana. Aquello terminó bien.

La lancha queda pegada al barranco pero a una altura que no iguala con el nivel del terreno. La lancha queda más abajo que la tierra. Para poder bajar F debe subir.

Cuando estira la pierna, siente un desgarro insólito. La lancha se mueve, se separa del borde, y el cuerpo no soporta el vacío. F cae primero con un brazo y después el peso del torso lo hace resbalar con todo el cuerpo.

No lleva salvavidas.

La lancha se mueve como si estuviera bajo los efectos de un viento fuerte. J, muy atento, logra equilibrar la estrecha nave. Rápidamente estira su brazo y lo alza. Pero ya es tarde. F está mojado y el terror lo asalta como una serpiente veloz. Da unas brazadas desesperadas. Tiene en su cabeza imágenes del inmediato pasado. La cara de su madre lo llama desde lejos.

J se tira y el chapuzón suena como un látigo desnudo.

Lo agarra y hace fuerza con un brazo para que F pueda subir a la lancha. Con un ímpetu que desconoce logra regresar a la isla de salvación.

Aunque el miedo corre como una sangre subterránea, F nunca había imaginado que podría quedar en el fondo del río.

J trepa como un soldado entrenado. Enciende el motor. El rugido nítido estremece. Sin proponérselo, F piensa en el futuro.

Lo único que F desea es una colcha y el espeso sabor del fuego. Como si fuera un corredor de fórmula uno, J atraviesa los brazos insepultos del Tigre y arriban a su casa. F sube en un santiamén. Se cambia de ropa y espera la llegada del ocaso como una bendición. Quiere la noche, la sagrada oscuridad del río. Ve en el disco blanco y brillante una protectora natural. Sabe que la noche trae la tímida balsa del sueño.

Eso es lo que necesita: perder la conciencia, olvidar el mundo.

Al día siguiente, con los pájaros y los aviones que sobrevuelan el Delta, piensa en las caídas invisibles y en los fracasos insospechados.

J atiende un mate y calienta en el horno un pedazo de pan. El olor a harina tostada es lo mejor que sigue a una caída.

J le cuenta que Walsh tuvo dos casas en la zona. F escucha Atento. El río y el miedo aún lo tienen amordazado.

A la hora señalada, suben a la lancha. Todo se mueve. Por enésima vez, F siente que el agua no es su territorio. J ya lo sabe. Sus aletas de marino perciben en el aire, como un perro entrenado, el sinsabor del desencanto.

La lancha se queda en la amarra Hugo del Carril.

Cruzan a la zona de la terminal de trenes.

En un bar pegado a la estación, con el sol de otoño en la cara, J comenta extasiado que Sarmiento viajó como un loco y que ha encontrado una cita perdida en un cuaderno de notas. Ese mínimo hallazgo le ahorra la revisión fatigosa de los veintitrés volúmenes de las obras completas.

F imagina los libros apilados. La montaña de libros ocupa una mesa ancha. J pide una cerveza y recuerda los estertores del ayer: la última mudanza desde el agua salada al agua dulce, el acarreo lento de los libros de su biblioteca, las tardes de lluvia, el líquido que inunda todo. Las imágenes pueblan la comida y, entre el murmullo de la calle y los chirridos de la barra, J desgrana un viaje de Sarmiento al sur, cuando su barco tuvo problemas y tuvieron que quedarse un día en una isla desconocida.

J enumera los pormenores del naufragio. Un haiku serpentea en la ventana llena de luz.

Lejos, en el lecho del río, yace un secreto, dice Juan. Los barcos rozan el fondo y no tocan el enigma.

No hay razón para que F recuerde la liga de buzos que existe en la Patagonia. Vuelve en su mente sobre la idea endogámica que envuelve a los habitantes del mar.

J se ríe. Parece distendido. Pero en ese ajetreo, todo cambia de tono. Alguien llama por teléfono. Le piden que vuelva pronto, una chica se ha caído en un rincón del Delta y necesitan ayuda para rescatarla.

F piensa en Sarmiento: baja del barco y saluda a los únicos habitantes de la isla. No está solo pero actúa como si lo estuviera. Habla con uno de los ermitaños. F le tiene envidia. Hubiera querido perderse en esa isla y abandonar el mundo.

Estima que a J le ocurre lo mismo. Pero J está a tiempo.

F no. Se siente un cobarde y un extemporáneo. Tendría que haber nacido en el siglo diecinueve, le dice a J, entre los fans de tu tocayo, J. B. Fourrier. Con la risa que resuena en el umbral, J sale, sin pesadumbre frente a la chica del río, y se pierde en las sombras de la tarde.


Photo Credits: Ryan McGilchrist

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