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fabian soberon
Photo Credits: GörlitzPhotography ©

Café en el tren

a Monika Büchel  

Monika, de jóvenes ojos celestes, está apurada. En las calles los buses y las bicicletas zumban como un enjambre en el cemento. Ella tiene escaso tiempo. Puede perder el tren. Su viaje por el país lleva una semana y el fervor no desaparece. Hace un año ha empezado a estudiar la lengua de Mao. La revolución cultural aún hace sentir sus efectos en las cabezas y en los cuerpos.  

Debido a una artimaña aprendida en un pueblo de Suiza, un pueblo lleno del folklore germano, esquiva las ruedas y los soldados severos que custodian las vías.  

Llega a tiempo. 

En perfecto chino, pide permiso. Empieza a subir los cortos escalones. El tren guarda su fibroso ademán oriental. Se ha detenido por una hora en la capital señorial y moderna del vasto país en cambio. La tarde fría deja que el sol se filtre en los espejos y en las ventanillas estrechas.  

Monika se sienta en una aterciopelada butaca doble. Delante, un cura vestido con una larga sotana blanca, la mira de reojo. En sus manos, la Biblia tiembla con una suavidad temprana. Ella advierte que ambos son extranjeros insertos en una cultura que adoran. Quizás por eso siente cierta afinidad con el párroco tembloroso. El anciano levanta tímidamente el libro y continúa la lectura. Ella ya sabe que se ha producido entre ellos una no buscada afinidad.  

El guarda revisa los boletos con una lentitud que abisma. Monika entrega el suyo y sigue con los ojos las manos blanquísimas del cura. El hombre deja la Biblia a un costado y procede. El guarda sonríe. Dice algo en su lengua que nadie escucha. 

El tren empieza a moverse, lento, como un pesado animal con sueño. Mientras un oficial toca el silbato que indica el cierre prematuro de las puertas, un joven se toma de la puerta y sube agitado los escalones. Monika gira su cara y alcanza a ver, en un segundo, el rostro contraído del muchacho. En ese momento, no se miran. 

El cura le dice en chino que está leyendo el Apocalipsis. Hace un esfuerzo para pronunciar cada palabra. Ella no entiende el comentario. El cura insiste. Incluso intenta leer un párrafo en el idioma que no es suyo. Cuando empieza, ella le pide disculpas y hace el movimiento para levantarse de la butaca. El cura sonríe y se da cuenta de que ella no quiere escuchar. En el pasillo, mientras se dirige a la zona del servicio, Monika advierte que el cura le quiere dar un mensaje. Se pone incómoda. Quizás por eso se ha levantado rápidamente. Se alegra al darse cuenta de que ha hecho bien en salir de su butaca. Y piensa que es mejor beber café que atender la palabra divina en la voz de un cura que ensaya su chino con una pasajera en trance. Cuando llega a la zona de servicio, ve de nuevo el rostro que ella había visto al pasar. Es el joven agitado que ha subido a última hora.  Él se levanta y se queda, por un momento, tieso. Una agitación interior le nubla el paso. Monika sonríe y hace un gesto con la mano, como si quisiera indicarle que se adelante. El joven sonríe, a su vez, y le dice en alemán que las damas tienen el primer paso.  

Monika avanza con paso corto. El joven la sigue detrás. Cuando llegan a la zona del café y las galletas, él le pide permiso y estira su brazo frente a la máquina de café. Sirve en un vaso y luego en otro. Ella recibe el vaso caliente y al girar ve unos ojos pardos que brillan, insolentes y curiosamente desorbitados. Un tímido rayo de sol empuja las motas de aire en la semipenumbra del vagón hermético. El joven no habla. Apenas esboza una palabra en chino. Ella le dice que está más adelante y que debe volver. Él le cuenta que viaja con un amigo por las ciudades innumerables. Ella le responde que viaja sola, que es la primera vez que sale de Suiza. Los dos ensayan esa lengua que no les pertenece y un aire nuevo les suelta la lengua como si fueran dos expertos sinólogos. 

Monika se mueve apenas y hace una indicación con el dedo. Él sobreentiende. Ella vuelve a su butaca. Antes de sentarse, gira su cara y descubre que el joven, de quien no sabe nada y menos su nombre, se ha quedado parado en el pasillo. El silencio crea una atmósfera  insospechada. Y Monika siente que nada se parece al nítido fuego del encuentro en un vagón cerrado en la lejana China comunista.  

Empieza a beber el café y percibe en su cara la mirada del cura insistente. El párroco lee unas líneas en un murmullo y luego dice algo sobre las trompetas estridentes. Monika se deja guiar por el aroma amargo del café y cierra sus oídos. Sonríe sola, sin razón aparente, ante la solemne declaración del párroco. El anciano la mira con fastidio; no la entiende.  

Ella se deja llevar por los pensamientos como nubes. Piensa que el destino ha sellado con sus instrumentos sensoriales un encuentro. Esa noche, entre las mínimas luces nocturnas del vagón que deambula en la llanura solitaria y oscura, se encontrará con el joven sin nombre en la misma sala. Al rato ambos se escucharán como no han escuchado a nadie. Descubrirán que ambos viven en pueblos cercanos. Compartirán otro café en el solitario tren chino.  

El cura baja el libro y ya no quiere leer la Biblia. Solo mira por la ventanilla y descubre, entre las nubes, una estrella que titila sin por qué.  

Una hora más tarde, el cura le pide permiso, enojado, y sin saludarla se baja en la ciudad siguiente. Lleva la Biblia como único equipaje. Ella lo sigue con los ojos. Al lado de la estación, con la silueta del cura que se pierde en la distancia, ve un montículo pardo hecho de nieve y barro. Lejos, detrás de la estación, el humo verde de una chimenea, anuncia el final de la jornada. El pitido del tren indica que un viaje en compañía alarga el tiempo, que la alegría fugaz puede extenderse en los años y que nada hay que detenga la muerte. 

Monika está decidida. En un rato, se levantará a buscar un nuevo café.


Photo Credits: GörlitzPhotography ©

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