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arturo serna
Photo by: jmettraux ©

Café con mi viejo

Era por la tarde. Él llegaba temprano. Pedía el café y con el humo en la cara me hablaba de algunos hechos nimios o secundarios. Se notaba que al principio estaba incómodo. Cuando se distendía, entraba al asunto que lo traía. Él quería sacarme del peronismo y lo bien que hacía. Yo estaba perdido en una niebla gruesa, pesada, hecha de misterio, fascinación y nacionalismo. Una basura.

Mi viejo tomaba el café de a sorbos, despacio, quería que el gusto se le quedara en la boca. A veces volvía sobre la revolución industrial y los socialistas utópicos. Una tarde de esas frías enumeró los rasgos de un falansterio. Yo no tenía idea, por supuesto, era chico, era un nabo y lo dejaba seguir. El viejo se copaba, se metía en las nervaduras de lo real, palpaba el corazón de las cosas, tocaba el nervio de los sucesos. Tenía una habilidad: cada vez que refería un hecho o un dato se ponía eufórico, como si él fuese el héroe de la historia. Interpretaba la historia, cambiaba la voz, la postura, se compenetraba. Hacía ficción con el cuerpo.

Tenía devoción por la máquina. Era devoto de un tiempo específico de la Unión Soviética. Ese lapso en el que la revolución parece la máquina de la historia, ese tiempo, decía, en el que Lenin y Trotsky están juntos y aún no había metido la cola el corajudo y déspota de Stalin. Mi viejo jugaba con lo contrafáctico. Se preguntaba en voz alta qué hubiera pasado si alguien hubiera asesinado a Stalin. Quizás la revolución seguía y el fantasma de la dictadura se esfumaba en el aire. Hoy tendríamos un sistema menos tirano, estaríamos más lejos del consumo y de toda esta bosta del capitalismo. El viejo era un anti capitalista a morir.

Una vez cantó en voz baja la internacional, esa música extraña y extemporánea. Yo me reí. Me reí como un loco. Y me padre se avergonzó. Me pidió que deje de reír. Me callé. Y él volvió a hablar. A veces hablaba hasta por los codos. Era un loro, un loro entrenado. Había sido sindicalista en la juventud. Adoraba la fábrica, el mundo de la técnica, los autos, los fierros antiguos. En ese sentido, éramos muy distintos.

Mi viejo no era lector de filosofía. Una vez me confesó que no la entendía del todo. “Es muy difícil”, me dijo. “Eso es para los corajudos”. Nunca entendí esa frase. Él usaba esa palabra –corajudo– para Stalin y para los filósofos. ¿Qué habrá querido decir?

En el tiempo de los cafés por la tarde yo no sabía nada de lo epopeya de Macedonio y Lugones en la isla, la idea utópica de fundar una colonia igualitaria. Lugones había participado en esa gesta libertaria y anacrónica. Mi viejo había escuchado hablar de la isla como un eco lejano y perdido. Mi viejo no acordaba con los utopistas. Decía lo mismo que Marx, solo que en ese tiempo yo no lo había leído. Él había luchado por el socialismo en serio, el ruso, ese que estaba asentado en el materialismo dialéctico.

Una vez rodeó la taza de café con los ojos y un aire liviano circuló entre nosotros. Rodeó la taza y empezó a cantar. Era tímido pero cuando empezaba a cantar se desataba. Agarró la taza, la hizo girar con los dedos, un aire fresco, diverso, extraño nos comunicó. Los ojos se posaron en un punto fijo y soltó las primeras notas. Cantó hasta el final como si la vida se fuera en esa canción.


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