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paola maita
Photo by: dwin Lee ©

Cachapera

La primera vez que escuché la palabra cachapera de boca de alguien, tenía un tono de desprecio tal que inmediatamente supe que no hacía referencia a una señora que hace cachapas (plato típico en Venezuela).

-Ayyyy… Cachapera.

A mis 10 u 11 años, no tenía ni idea de que, a lo que se estaban refiriendo con cachapera, es lo mismo que una bollera o una tortillera en España y otros lugares de Latinoamérica.

A pesar de no tener el contexto completo, entendí que ni esa ni ninguna de esas otras palabras pronunciadas con cierto tono haría referencia alguna vez a mujeres que cocinaban ese plato. También entendí que la otra persona no consideraba eso como algo bueno. Sentí vergüenza y asco de algo desconocido e impuesto desde fuera. La sensación me costaría mucho sacudírmela.

 


La primera vez que P. me besó estábamos en mi casa. A P. me la había presentado J. después de que le dijese que, como me había ido tan mal con los dos últimos chicos con los que había salido, quizás hubiera debido intentarlo con una de sus amigas.

Sin reparo alguno, J. organizó una cita una semana después entre P. y yo. Esa primera vez que salimos fue tan naïf que podríamos haber sido dos colegialas de sexto grado sin mayores diferencias. No recuerdo cuántas salidas más pasaron entre esa y el primer beso. Quizás fueron un par o quizás fue la siguiente. Independientemente, cuando nos besamos, la palabra cachapera volvió hasta mi casa con toda la fuerza para acecharme. El asco y la vergüenza ajenos que había sentido mi yo de 11 años volvió para preguntarme que qué estaba haciendo. ¿Me estaba convirtiendo en eso?

Las palabras y sus intenciones tienen un peso que a veces no percibimos ni dimensionamos del todo. El fantasma del tono de la palabra cachapera haría que me tomase años aceptar que las mujeres serían parte de mi vida sexual. Entender que tal como había estado con un par de chicos para aquel momento, también estaría con un par de chicas y que no pasaba nada, es una realización que no me llegó de la noche a la mañana.

Para quitarme el sabor de esa palabra, tuve que comerme muchas más, digerirlas y luego exorcizarlas a través de mis dedos.


Photo by: dwin Lee ©

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