NUEVA YORK: Martes, 8:43 de la mañana. 30th Avenue, Astoria. Los torniquetes del metro no dan abasto: si alguien osa entorpecer la marcha, los demás resoplan o directamente mientan madres. Un supervisor con cara de llevoaquítodalapinchenoche se aburre atrás del cristal. Al lado de las máquinas automáticas del MTA, un contenedor de basura. No vayan ustedes a pensar que se trata de un basurero cualquiera. No: es uno de esos cilindros grandes de metal, mide casi metro y medio y está encadenado al piso. Inclinada sobre el contenedor, de puntitas y mirando consternada al fondo, estoy yo.
Aunque hace tiempo que tengo motivos para sospechar que soy una loca furiosa, lo constaté así, inspeccionando un basurero. Mi metrocard mensual, recién comprada, se burlaba de mí desde las profundidades del cilindro metálico. Me gustaría contarles que fue un simple descuido. Me gustaría, incluso, decirles que sí, que lo reconozco, que esta vez fue por tarada. Pero, para no faltar a la costumbre, no voy a engañar a nadie: fue porque hace tiempo que todas mis cabras huyeron al monte.
No sé en qué momento me convertí en este ser pintoresco que cree ciegamente en el horóscopo de Susan Miller pero desconfía de los buzones de devolución en las bibliotecas, los boletos electrónicos y las críticas negativas a cualquier película de Woody Allen.
Lo que sí sé es que la serie de decisiones que me llevó a descartar mi lucidez, mientras contemplaba el fondo de aquel basurero, empezó el día anterior, cuando compré la metrocard. La que tenía en ese momento expiraba en menos de 24 horas, así que decidí renovarla para no perder tiempo a la mañana siguiente. Hasta ahí, todo es perfectamente racional. No se confíen: a partir de ahora, nada más lo será.
La máquina del MTA me ofrecía, como siempre, dos opciones: recargar mi tarjeta o adquirir una nueva, por un dólar extra. ¿Por qué alguien, en posesión de una tarjeta perfectamente funcional, elegiría pagar más por una segunda tarjeta? Primer postulado maniático: una nueva será menos propensa a dañarse. Con dos metrocards idénticas en la mano, surgió otra disyuntiva: ¿debía tirar la que estaba próxima a vencer, para evitar confusiones futuras? Desde luego, dirán ustedes. Desde luego que no, díjeme yo, todavía puedo aprovechar un viaje. Háganse un favor y no se detengan a cuestionar este proceso cognitivo: estarían perdiendo el tiempo.
Guardé la nueva metrocard en mi cartera y utilicé la otra «por última vez» (científicos de todo el mundo deberían venir a estudiar las cosas que a mí me producen nostalgia). Gran ocasión para tirar el pase inservible, pensarán (y se equivocarán) de nuevo: a la cartera fue también la metrocard obsoleta.
Llegamos entonces al lugar y día de los hechos. Voy tarde, como siempre. Subo corriendo las escaleras de la estación y abro mi cartera con sus metrocards gemelas, dirigiéndome al aparatito que calcula el crédito o tiempo restante. Tomo la primera tarjeta y la deslizo: insufficient fare. Junto a mí, el cilindro monstruoso. Ha llegado, por fin, el momento que todos estábamos esperando. Con una solemnidad que existe sólo en mi cabeza, lanzo el cartoncito al cubo y voy hacia los torniquetes con la otra metrocard en la mano. Ahora es cuando el universo me restriega en la cara todas mis manías: insufficient fare. Lo intento una vez más. Dos. Tres. Las personas atrás de mí se impacientan. Me retiro de la fila antes de recibir la primera mentada y, con la gente corriendo a mi alrededor, me cae encima el peso monumental de mi estupidez: tiré más de cien dólares a la basura. Sintiéndome ridícula, me acerco al contenedor y diviso, al fondo, mi metrocard. Intento meter la mano, muy consciente de que, con mi tamaño, no habrá manera de alcanzarla. Pruebo a mover el bote para inclinarlo y es también inútil. Contemplo mis posibilidades: perder el dinero o tratar, a toda costa, de recuperar la tarjeta. Decido pedir ayuda a la autoridad competente y me acerco al supervisor para exponerle mi problema: I’m sorry, I realize this is ridiculous, but I just dropped my metrocard in the trash and I can’t reach it. El buen señor me mira con la cara que deben tener también ustedes en este momento y me responde que qué pretendo que haga él al respecto. Could you help me reach it? No, claro que no. Rebuscar entre la basura, me recalca, no es parte de su trabajo. Regreso junto al bote y repito el procedimiento: mirar al fondo, intentar moverlo, comprobar que no hay testigos de mi numerito. Procedo entonces a lo que denominaremos «la búsqueda de un muchacho alto y simpático» (Isn’t that pretty much what you do every day anyway?, bromeará después la diseñadora cuando le explique por qué llegué casi una hora tarde a trabajar).
Pasan los minutos y yo sigo ahí, incapaz de abordar a nadie. Entonces lo veo: tendrá unos diecisiete años y no parece andar con mucha prisa. Sobre todo, es alto, muy alto. Doy un par de vueltas de zopilote a su alrededor y, finalmente, ataco, volviendo a soltar mi espích y rematando con: I’m short. You’re tall. Please? Me mira un poco incrédulo, luego se ríe y lo insólito sucede: mi hada madrina disfrazada de gringo adolescente se echa un clavado al contenedor y rescata, para mí, la metrocard.
Realmente quisiera no confesar, llegados a este punto, que cuando mi salvador se fue e intenté usar la tarjeta, tampoco funcionó, ya que seguramente nuestro héroe pescó una distinta a la que yo había botado. Quisiera no admitir que terminé comprando una metrocard nueva y que cuando llegué (tarde) a la oficina, me informaron la inutilidad de la hazaña completa, dado que el MTA te devuelve el dinero en caso de pérdida. De acuerdo: fue por loca y por tarada, pero no crean que eso me quita el sueño. En esta ciudad donde la gente hace y tira cosas inimaginables en los botes de basura, yo fui capaz de conseguir que otro ser humano metiera medio cuerpo a un cubo. ¿Loca de atar y medio güey? Sí, pero persuasiva.