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phone booth nueva york
Photo by: Mike Carlino ©

Cabinas telefónicas

¿Por qué resistirse a los cambios? A veces la edad influye en la decisión de aceptar o rechazar lo desconocido; mientras más viejos, mayor resistencia. No lo digo yo, lo dice la ciencia y Vargas Llosa lo confirma con sus constantes mutaciones que junto a su edad, han pasado de una idea social a una de adoración extrema del “modelo económico”. Hay ocasiones en que la ciudad, como ente vivo que se nutre de las costumbres humanas, también se resiste a los cambios y New York, la ciudad más dinámica del mundo, no es ajena a esa realidad.

Aún se puede encontrar en sus calles objetos que resisten ser desechados, dando un sensual sentido histórico a la agitada vida urbana. Byung Chul Han, lo denomina de una forma fascinante: “El tiempo con aroma”. En el subway, muy pronto la Metrocard será reemplazada por el sistema OMNY. La Metrocard, en su momento eliminó las monedas y las monedas reemplazaron (hace ya miles de años) a la sal como forma primitiva de pago. Los periódicos son cadáveres ambulantes. En todo el mundo cierran las editoriales dejando a miles de periodistas frente a la Oficina del Seguro de Desempleo. Las imprentas también sufren con ellos. Imagino la cara de esos escribanos cuando le llegaron con el chisme de la máquina inventada por un tal Gutenberg.

El mundo sigue y yo quiero mantenerme arriba de la pelota.

Pero de lo que quiero contar es de algo completamente inútil que descubrí durante mis caminatas por Manhattan: Teléfonos públicos. Primero fue en la 13th st., con Broadway. He pasado muchas veces por ese lugar, pero aquella tarde fue diferente. Quizás por el sol del atardecer que destelló formas nostálgicas, un brillo sudoroso, oxidado, sobre aquella cabina putrefacta y llena de grafitis. Fue impresionante. Desde ese día he ido registrando en mi pequeña libreta de apuntes cada nueva cabina que descubro en mi camino por la ciudad. No fue difícil. Hay miles de ellas en Manhattan. En los primeros tres meses registré más de cien cabinas solamente entre el cuadrante que va desde la 1 Avenida hasta Lexington y la 14th St., a la 80th st.

Es un hecho sorprendente que ningún neoyorquino debe obviar.

—¡Pero en Manhattan no hay teléfonos públicos! —Me dice Marcia Elbaun, una interesante neoyorquina de esas que uno se imagina cuando piensa en esta ciudad. Entonces busco mi libreta y le muestro por la pantalla del computador mi listado con la exhaustiva cuenta de cabinas.

—Ahh, no me había dado cuenta que aún existían —Se retracta en medio de una deliciosa sonrisa, pero luego replica—. ¿Y funcionan?— Y es como un disparo a quemarropa.

Me hago el desentendido y trato de evadir la respuesta, porque nunca he intentado averiguarlo. Pepe Grillo me lo advirtió: “Nunca se te ocurra tocarlos, están sucios hasta con… caca…”. Y debe ser cierto, porque las cabinas siempre huelen mal. Otras veces están los auriculares colgando con sus cables deshilachados o simplemente con sus sistemas electrónicos desgarrados. Son objetos completamente inútiles. Pero si, me encantaría tener los cojones de entrar a una de esas cabinas, levantar el auricular y escuchar por un largo rato el sonido de otros tiempos.

—No creo que funcionen —le respondo para cortar de una vez el asunto y yo quedé con esa grave inquietud en mi cabeza.

Pero el desafío ya estaba hecho. Al día siguiente salí con la idea de entrar a alguna cabina y no fue difícil porque muy cerca de mi departamento había un joven hablando y pensé: “que bien, ya sé que esta funciona”. Me quedé esperando que terminara, observando el movimiento de su cabeza asintiendo, negando, mirando hacia arriba y luego hacia abajo, todo mientras no paraba de hablar. Pero mi decepción fue inmediata porque cuando colgó el auricular y salió de la cabina siguió hablando solo, delirando por la 34th St., hacia Lexington. Que ciudad tan llena de locos. Me acerqué a la cabina pero olía a pozo séptico. Al día siguiente, mientras caminaba hacia Union Square, intenté entrar a otra cabina que estaba completamente rayada con grafiti y con bolsas de basura. Así pasó otra semana y yo aún sin poder entrar a ninguna.

Los primeros teléfonos públicos de Manhattan se instalaron en 1911 y ahora están siendo reemplazados por tótems LinkNYC de pantallas táctiles, conexión wi-fi y muchas cosas para seguir aislados. Los más beneficiados son los homeless que en verano se instalan con sus sillas de playa y una cerveza a ver sus series de televisión o cargar sus teléfonos durante las vaporosas noches neoyorquinas. Una curiosidad: las primeras centrales telefónicas fueron operadas por hombres hasta que se dieron cuenta que las mujeres atendían mejor, no solo por su amabilidad y sino porque también eran muy hábiles para hacer las intrincadas conexiones de las llamadas. Sus voces son las responsables de que ciento cuarenta años después exista ALEXA. Otra curiosidad. Cuando estudiaba en la universidad, tocaba la guitarra eléctrica en un grupo de Punk Rock (El grupo “QIEN”) y cuando necesitaba afinar mi instrumento, levantaba el auricular del teléfono y escuchaba su sonido. ¿La razón? Estaba en tono de “LA”, con el que afinábamos los instrumentos de la banda.

Ya se, ya se, estoy evadiendo el asunto.

A las semanas siguientes, en el taller de literatura latinoamericana que dirijo, Marcia me pregunta si he averiguado algo. Le miento descaradamente y le digo que no he tenido tiempo y doy rápidamente inicio a análisis de la novela de García Márquez que estamos leyendo. La curiosidad me consume y más aún cuando sé que las cabinas pueden desaparecer de un momento a otro. En mayo del año pasado apareció en la prensa que durante el 2020 se retirarían todos los teléfonos públicos de la ciudad. El presidente del Consejo Municipal, Corey Johnson, señaló: “los teléfonos presentan problemas de seguridad pública y calidad de vida”. Pero ya estamos a mediados del dos mil veintiuno y aún siguen ahí; pero frente al pelotón de fusilamiento. Durante este tiempo he pensado mucho en las cabinas y he llegado a la conclusión de que reemplazarlas por los Totems LinkNYC no es una señal de modernidad o limpieza, sino que de absoluta decadencia. Su desaparición seguirá fomentado esa apatía, la histeria, la poca aceptación a la espera, esa tensión que genera esta locura de querer estar siempre conectado. Su desaparición seguirá evadiéndonos de la ciudad y su gente. El culto de lo inmediato frente al aroma del tiempo. Definitivamente las cabinas telefónicas son un símbolo de resistencia hacia la depredadora tecnología y la memoria.

Recuerdo que una noche de fines de octubre de 2020, mientras vagaba por Lexington con la 29th st., en medio de los sugerentes aromas del curri y otras especias de la lejana india, vi un par de cabinas iluminadas y decidí que ya era suficiente y entré. Ese evento lo dejé registrado en mi libreta:

“Son las siete de la noche. Estoy frente a un teléfono en Lexington y la 30, el aroma de los restaurantes me hacen desear un Chicken Tikka Masala. Ahora me parece una mala idea. La cabina parece limpia, pero al acercarme descubro lo mismo de siempre y pienso en buscar otra cuando escucho ese sonido que me sobrecoge. ¡Ring Ring!, ¡Ring Ring! Demonios. ¿Es real? Miro desconcertado hacia Lexington y luego hacia la Tercera donde veo una figura humana, a lo lejos, ¡Ring Ring! ¡Ring Ring! Luego la figura humana se transforma en una señora que me mira con cara de ¿por qué no contestas de una vez? Y sigue su camino ¿Esto es real? No quiero tomar el auricular, está sucio, maloliente pero debo hacerlo y aguanto la respiración y lo levanto tocándolo apenas con dos de mis dedos y es cuando escucho la voz:

— Hello?… Hello?… Can you hear me?…. There is someone There?— Quedo en silencio. Una extraña sensación me inmoviliza y es algo muy extraño en una ciudad tan colosal.

—Si…, Yes… —respondo casi con las reservas de mi voz.

Siento la respiración de la mujer y luego comienza a hablar. No entiendo mucho de lo que habla, pero ella sigue con su voz risueña como si fuéramos viejos amigos, quizás una divertida anécdota del día y yo comienzo a disfrutar su voz, mientras mi cuerpo se relaja y me sorprendo cuando se me escapa una sonrisa cómplice junto a la de ella. Luego, un silencio. Se toma su tiempo y me impaciento. Aprieto el auricular. Ella inhala y luego exhala y me dice un secreto. Me lo dice lentamente entre risas, como una chica traviesa y yo me río a carcajadas y afirmo mi espalda en la cabina observando desde su interior una hermosa ciudad de luces opacadas, luego digo ¡okey! ¡Okey! y ella lo encuentra gracioso porque me dice ¡Its Funny! y me sorprendo al ver entre mis manos este auricular pestilente y sucio muy cerca de mi boca y la cabina ya no me parece maloliente, “you are a Silly lady”, le digo. No se cuanto tiempo estuvimos juntos, pero en un momento ella dice: ¡Thank you! ¡Good Nigth! Siento una repentina sequedad en mi garganta. Un rayo del dios Indra que sale de alguno de los restaurantes de Lexington para atravesar mi espalda. Trago saliva, ¡Aló! ¡Aló! ¡Hello! ¡Hello! golpeo el interruptor ¡Hello! ¡Please, silly lady! y me quedo unos minutos esperando mientras miro una ciudad llena de angustiados sonidos urbanos. Y de nuevo aparece ese monótono tono de LA.

A veces he regresado a mi cabina telefónica y me quedo esperando. A veces llevo algún libro, un café para acompañar mis lecturas. Pero nunca más ha vuelto a sonar. Tampoco le he dicho a Marcia que los teléfonos públicos si funcionan.

Ese es mi secreto.


Photo by: Mike Carlino ©

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