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keila vall
Photo Credits: Nick Harris ©

The Flash: Cabezas de la gente de color, o Keep your head up

En nuestro edificio trabajan varios porteros por turnos. Está Sammy, egipcio, Lawrence, ucraniano, Tom, mexicano, y Miguel, de República Dominicana. Los cinco, lo sé, compartimos un espacio que nos unifica. ¿Por qué lo sé? Lo sé.

Miguel, conocedor al igual que los otros tres de muchos de nuestros gustos pues todos están al tanto del origen y destino de las cajas que llegan por correo, me regaló un día dos bolsas de café que le había enviado su mamá.

– Yo sé que a ustedes les gusta el café.

– ¿Y tú no los quieres? – pregunté fascinada.

– ¡Tengo mucho!

Con Sammy a diario comparto chistes seguramente en este país considerados “políticamente incorrectos”, me río de mí misma y mi extranjería, él remeda las palabras que he dicho a mis hijos en español en el pasillo, y mis hijos juegan siempre descontrolados (la verdad hay que decirla). Un encuentro con Sam puede ser así:

– ¡Cuidado, Mateo! – y luego en voz baja: – Qué pena con Sam, ¿qué va a pensar?, ¡que somos unos abusadores! Say I’m sorry, Mati. ¡Qué pena!

– Es que estamos jugando.

– No, no te preocupes – responde Sammy sujetando los brazos de Mateo en la espalda, inmovilizándolo en una llave, muerto de risa – solo déjamelo acá mientras vas y vienes. Él y yo tenemos cuentas pendientes.

O así:

– Mateo, ¿dónde vas con el violín? (ya está inventando otra vez este muchachito).

– Al lobby. Voy a tocarle a Sam y al otro señor.

– Pero ellos están trabajando, mi amor.

– Es que yo le prometí.

O así:

– Sammy, ¡do the elevator!

– ¡Luca! ¿Tú dijiste buenos días?

Sam lo carga por los codos. Lo sube y lo baja como a una pesa. El hijo menor tieso como un tubo y con una sonrisa de oreja a oreja.

That’s fine, ma’am. No he hecho ejercicios hoy – y entonces un ataque de cosquillas.

– ¡Nos tenemos que ir, Sam! – le digo como a otro hijo más mientras recompongo al menor. Salimos riendo, pronto veo al chiquito pegando brincos mientras camina la calle.

La relación con Lawrence me genera sentimientos contradictorios. El señor es políglota (nivel básico) y a diario se empeña en hablarnos español aunque lo saludemos en inglés. Esto no siempre es cómodo y no por falta de ganas de cotorrear en mi lengua (¡amo hablar español en Nueva York! Me hace sentir orgullosa y feliz), sino porque la conversación es contrahecha. Me desagrada que un señor ucraniano me obligue (porque insiste, es terquísimo) a hablar mi idioma en un país angloparlante. Pero esa es otra historia. Últimamente decidí complacerlo y hacer las paces con quien llamo “el internacionalista del edificio”.

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Hoy estaba Sammy. Conversaba en la puerta con un señor de UPS. No más me vio con la muleta (una sola, sí), hablamos sobre mis progresos post-operatorios (otra historia), y dijo señalando a su interlocutor:

– Mira. Este señor es venezolano.

– Ay, mucho gusto, qué bueno – dije en español. Y luego seguí en inglés, de lo contrario marginaba a Sam.

– ¡Otros invasores! – respondió a manera de saludo el señor.

Pregunté en ambos idiomas (tres, si la sonrisa se cuenta como uno): – ¿Cuánto tiempo tienes acá?

– ¡No! – dijo como marcando una diferencia hasta el momento para mí inexistente. – ¿Yo?, como veinte años. Yo tengo toda la vida acá. ¡Pero los venezolanos están invadiendo todo!

Debe haber notado mi expresión desconcertada, porque como pudo se corrigió, incluyéndose en la sentencia:

– Bueno, estamos.

Sammy interrumpió el momento extraño como sólo él hubiese podido hacerlo, y mirándome serísimo dijo:

– Be careful, he likes Maduro.

Los tres nos reímos. El señor venezolano de UPS hizo un comentario (ahora sí en español) sobre el sentido del humor de Sam que cayó en la engañosa frontera entre chiste, ironía y antipatía, y que tuve que traducir (editando lo odioso). Se despidió con una sonrisa y se fue en su camión color café. Segundos después me fui yo.

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Al intentar bajar del taxi frente a la fisioterapia me topé con una montaña de nieve entre la calle y la mitad de la acera. Una mujer amable se detuvo para preguntar si necesitaba ayuda: – Sí, creo que sí, gracias – respondí. Pero ella siguió. Se sabía el guión amable pero no cómo ponerlo en práctica, me dije. Fue extraño. También pensé que había pasado un ángel, pues yo me había planteado cruzar la montañita de nieve en solitario, y fue su pregunta la que me llevó a re-considerar muleta, rodillera, nieve, charco. En cuanto distinguí al siguiente ser humano caminando por la acera, lo llamé extendiéndole una mano y respondió ofreciendo la suya sólida, estable. Crucé el pico nevado y durante la terapia pensé que a mucha gente le incomoda la incapacidad del otro.

Estás lesionada y se te atraviesan al cruzar la calle, estás en la fila del mercado y no te ofrecen pasar. En una obra de teatro se te cruzan para pasar antes. Se hacen los ciegos. Nunca lo había sentido, cuando iba por las calles con nuestro coche doble en plena nevada o lluvia, cuando encontraba ascensores fuera de servicio en las estaciones del metro y debía subir el aparato y los dos hijitos por las escaleras, usualmente alguien se ofrecía a ayudar. Siempre he opinado que esta es una ciudad de gente receptiva. Pero supongo que la maternidad (de bebés humanos o animales, a los perritos y sus dueños los adoran), va a un casillero. La incapacidad física, va a otro; abarca enfermos, lesionados, quizás ancianos. Ese casillero es probablemente adyacente al de la pobreza y la locura. No sé. Hay un patrón. No quiero descubrirlo.

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En la terapia compartí la sala con un señor judío, con su kipá, de abdomen esférico y actitud reservada, en sus setenta; dos señoras muy blancas en sus cincuenta, un hombre atlético de color en sus cuarenta. Los últimos tres en apariencia Estadounidenses. Al menos, con un manejo del inglés impecable. Yo era, creo, la única extranjera. Se nota en mi acento, en los errores gramaticales que cometo cuando hablo apresurada o distraída. Ejercer la extranjería requiere concentración, el cerebro está todo el tiempo en ON, alerta. Si te distraes, patinas.

El señor de piel oscura, mi vecino de camilla, con quien previamente y sin éxito había intentado hacer contacto visual, miró de reojo por varios segundos la tapa del libro que hoy no leí, pero llevaba conmigo: Heads of the colored people. Sé que le interesó. ¿Por qué lo sé? Lo sé. Cuando se abrigaba para irse lo miré con mayor intención y le sonreí ligeramente a manera de despedida. Asintió con la cabeza, con un gesto elegante y casi imperceptible que interpreté como: te veo. Más que de un saludo, era un gesto de reconocimiento respetuoso. Entonces pensé que es la manera en la que nos saludamos las personas en los bordes. Es el saludo en nuestra sociedad secreta: te veo.

Yo también me vi. Una venezolana invasora lesionada, acostada en una camilla junto a un libro titulado Cabezas de la gente de color. Me agradó saber que todos “mis” adjetivos, incluido el de la minusvalía temporal, me hacen “de color”. Me vi. Llevaba la camisa de arcoíris puesta, la que en un brazo dice Keep Your, y en el otro Head Up.


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