La segunda mitad del siglo XIX llegó acompañada de grandes transformaciones que afectaron a las principales capitales imperiales europeas, entre ellas, París y Viena. La revolución industrial había ocasionado enormes ganancias y llenado las arcas de los Estados imperiales absolutistas, porque estos exigían el pago de impuestos. Sin embargo, al mismo tiempo, había llevado al rápido crecimiento urbano por la migración de los trabajadores rurales (con el consiguiente aumento de las viviendas baratas y de la densidad) y, en cuanto a Viena, por la inmigración. Además, el aumento del consumo de carbón había generado la contaminación del aire, mientras que el acrecentamiento de la población, y su anonimato característico, había agravado la inseguridad.
La insalubridad e inseguridad consiguientes otorgaron a los Estados francés y austro-húngaro el pretexto necesario para favorecer la urbanización, ya que esta cumpliría dos objetivos: respecto a París, la prevención del levantamiento proletario (por el ensanchamiento de las calles, que facilitaría la circulación de los soldados); respecto a París y Viena, la especulación y enriquecimiento financieros (por la participación del capital privado en la erección de amplias residencias). Habría que añadir que el proyecto fue impulsado en los dos Estados por el liberalismo, que tenía fuerte peso político en el parlamento (si bien aquel duraría poco en Austria-Hungría).
Gracias a la urbanización, se construyeron amplios bulevares (los Champs Elysées en París y el Ringstrasse en Viena), vastos parques (el Bois de Boulogne en París y el Prater en Viena) y departamentos suntuosos, apropiados para la burguesía o la nobleza. La clase obrera y los inmigrantes pobres, para los cuales los precios eran inaccesibles, se vieron forzados a desplazarse a viviendas baratas, con lo cual estos departamentos quedaron reservados para la burguesía. Así, ésta pudo refugiarse entre cuatro paredes y una puerta de la multitud de obreros, buhoneros y empleadas domésticas que se desplazaban por las calles, a pie o en autobuses conducidos por caballos.
En sus ensayos acerca de los pasajes de París, Benjamin se refiere al interior burgués – que adquirió un lugar significativo durante el reinado de Luis Felipe de Orléans – y a la entrada en escena del “hombre particular”. Con el capitalismo naciente, el interior de la vivienda en la que aquel reside se separa del espacio público (de trabajo), y se constituye en privado (doméstico). El filósofo extiende este proceso al modernismo parisino, que podríamos equiparar al de Viena. Durante el modernismo, afirma, se consolida el individualismo burgués. Como consecuencia de este proceso, el interior cumple un nuevo rol: en cuanto espacio privado, se convierte en refugio de dos espacios públicos, la calle y el trabajo. Se transforma, así, en un espacio en el cual la personalidad tiene libre expresión porque es una propiedad, es decir, una expresión de las propias facultades; una propiedad privada. Por ello, según el filósofo alemán, “el coleccionista es un verdadero inquilino del interior”.
En el interior, protegido de la mirada y de la intervención públicas, evolucionan los vínculos familiares, lo cual da lugar a nuevas neurosis: histerias, obsesiones y fobias. Ese es el terreno del psicoanálisis, técnica curativa derivada de la psiquiatría, que desarrolla Sigmund Freud, él mismo un judío burgués cuya familia se traslada de Moravia a Austria-Hungría a mediados de siglo.
Como relata Peter Gay en su biografía de Freud, este emigró a Viena con su familia en 1861, cuando tenía seis años. Por ello, creció durante la transformación de la ciudad, al tiempo que su propia vida sufría una transformación. Así como la ciudad en la que se instaló su familia se enriqueció y embelleció y, de este modo, pasó a ser moderna, Freud se enriqueció y adquirió habitaciones más elegantes; es decir, pasó de ser hijo de pequeños burgueses (el padre era un comerciante en lanas no muy exitoso) a formar parte de la burguesía (gracias a su formación de médico y a su arduo trabajo como psiquiatra y psicopatólogo). En palabras de Gay, “nada parece tan terriblemente urbano [yo diría ‘moderno’ en lugar de ‘urbano’] como el psicoanálisis”.
Los consultorios de psiquiatría y psicopatología que Freud abrió después de su residencia en el Hospital General, situados en Rathhausstrasse, le permitieron empezar a tratar los primeros pacientes de clase acomodada y alta. Con los ahorros acumulados durante un largo tiempo y la dote de Martha Bernays, su futura mujer, pudo comprar la vivienda en la que vivirían después de casados – un lugar aún modesto – y soñar con adquirir los objetos con los que decoraría su interior. Gay enumera estos objetos, propios de los deseos de un matrimonio con aspiraciones burguesas: “mesas, espejos, sillones, alfombras, vasos de cristal y una vajilla de porcelana”.
En 1891, gracias a los ingresos de Freud, el matrimonio se trasladó a la calle Berggasse, cerca de las viviendas de posibles pacientes psiquiátricos. Allí, mientras Freud trabajaba en sus salas de consulta y elaboraba sus ideas sobre el psicoanálisis, Martha realizaba las tareas propias de una típica esposa burguesa de fin de siglo en Viena, confinada al espacio privado. Era una “ama de casa modelo: administraba el hogar, proveía la comida, supervisaba a los criados y educaba a los niños”.
El número 19 de la calle Berggasse fue lugar de desarrollo y expansión del psicoanálisis. Allí, en los apartamentos reservados para el tratamiento, Freud veía pacientes y, entre tanto, reflexionaba acerca de sus hallazgos y ponía sus reflexiones en el papel. Luego, una vez que se hizo conocer, el grupo de los miércoles, formado por psiquiatras (todos hombres), se reunía con él en esos mismos apartamentos para dialogar acerca de sus ideas. Si recurrimos a Benjamin, podemos decir que en los alojamientos del Freud burgués, negocio y hogar funcionaban separadamente: Martha y los niños vivían en uno, y sus colegas y pacientes visitaban el otro. Y en las viviendas que habitaban sus pacientes, agrego, los espacios público y privado funcionaban separadamente: el burgués era comerciante, por un lado, y padre de un o una paciente neurótica, por el otro.
En Sigmund Freud, modernización, burguesía y psicoanálisis se amalgaman. La evolución de los vínculos producida en la familia que reside entre cuatro paredes, al abrigo de los peligros del espacio público, requiere de la intervención del profesional liberal equipado con la experiencia, reflexión e inteligencia necesarias; un burgués que trabaja en sus consultorios y habita su interior.
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