Alejandro Magno era un guerrero valeroso. Tenía los ojos de diferente color: el derecho era oscuro y el izquierdo era glauco. Su fama estaba asociada a una melena parecida a la del león. Pronto se hizo hábil en las armas y fue discípulo del filósofo Aristóteles.
Aún era joven cuando Filipo, el padre, le regaló un caballo. Filipo ordenó que lo trajeran. Pero el general le advirtió que no era un animal como los otros sino que se alimentaba de carne humana y que por esa razón lo tenían encerrado. Alejandro quiso ver el animal. A pesar de los cuidados, lo llevaron delante de él. Al estar frente a la jaula, Bucéfalo relinchó como si estuviera frente a su dueño. Filipo se sorprendió y tomó el extraño comportamiento del caballo como un signo de las condiciones extraordinarias de su hijo. Al momento, el guardia quiso abrir la puerta de la jaula y el general le pidió que se detenga. Solicitó a los custodios que se fueran. Los custodios huyeron. Era una decisión oportuna ya que el animal podía comerlos.
El guardia abrió la puerta –lo cuidaba desde que era una cría– y Alejandro se acercó. Bucéfalo abrió los ojos y sacó la lengua. Enjuagó su pegajosa boca y Alejandro comprendió el mensaje. Rápidamente lo montó y el caballo se lo permitió. Hizo unos pasos de tal manera que el sol quedó detrás. El fenómeno óptico produjo una sombra deforme en el suelo de tierra. El caballo reaccionó ante la negrura de arena. Alejandro lo agarró de las crines y salió a cabalgar. Con los años, subido en Bucéfalo, Alejandro alcanzó las tierras orientales, vio los espectáculos insólitos y rozó el último instante en la tierra.
Bucéfalo fue el íntimo testigo de la amplia furia y de la rara monstruosidad del emperador.
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