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miguel bacho

Brindis

A la memoria de Eustaquio Bacho

Las fiestas, el banquete pantagruélico y el júbilo agridulce de independencia, o el enjambre de volantines llenando de lunares el cielo costero, ni sus mensajes-plegarias-deseos-ardientes elevados al cielo a medida que el hilo se va y se va y se va hasta hacerse invisible y el volantín es otro fantasma surcando los cielos de septiembre en mi apolillada patria, triste patria que, sin embargo, se levanta a encender parrillas y enmantelar mesas, decorando rincones, cortando calles y cerrando barrios con la multitud de cabros chicos y sus campeonatos de trompo y las carreras de ensacados, con el más ducho subiendo el palo encebado o metiendo la cabeza hasta el pescuezo en un plato con harina para encontrar el premio que corona la alegría del momento; en fin, la patria desplegada como en los libros y los deseos de los profesores románticos o más bien en su amorosa versión de los áridos programas educativos, impartidos en el rigor y la dificultad, la Patria abandonada y el idilio tímido que cobra vida en la semana del 18, nunca tuvieron tanto sentido para mi como el cumpleaños de mi abuelo.

La casa hormigueaba su revuelo desde temprano en la mañana. El largo pasillo que conectaba la entrada con la cocina, túnel que siempre silenció a todos los que llegaban, los contenía en su oscuridad para pensar el mejor chiste, puteada a flor de piel y mueca desfigurando la zozobra humana, brazos abiertos y un beso de la abuela hecha un cristo con las manos abiertas a su vuelo de amor, siempre la cuchara en su derecha. Uno de los tíos mirando el carbón que el otro encendía, la ingenieril parrillada y el proceso que miraba siempre desde lejos, todo el tiempo de cara al fuego que subía con mentirosa timidez, lengua múltiple de color indescifrable o bandera insolente y patria libérrima, baluarte infantil de cada inocencia ametrallada en los salones con la lección y el poemita o la famosa cueca por la nota que deriva casi todo el tiempo en la feliz empanada y el salto a las pequeñas vacaciones, que la familia esperaba para preparar el cumpleaños que, con un poco de voluntad y calendario, llegaba a durar tres días.

Nunca fue un misterio para nosotros que mi abuelo no participara y que, de hecho, se arrimara a la mesa tendida sólo a la hora precisa. Tampoco era secreto que lo ablandara el brindis y la cogote de yegua, más que la chimuchina infantil y mi acostumbrado viaje espía al pequeño almacén que todavía existe en la casa y en el que lo veía mirar hacia fuera como si fuera la ventana de un tren, última impresión acarreada por los años y que entonces era la simple imagen de la tristeza y el desconcierto. Mientras tanto, el perro le lamía las manos y nosotros (o sólo yo, el menor de todos, entonces) caminábamos por todas partes haciendo preguntas al parrillero y yendo a comprar lo que sea que le faltara a las mujeres de la familia, aparato mágico, diosa india repartiendo los dones al calor del humo de una parrilla sin tiempo, chirriando al son del Temucano, el amigo de Corbalán financiado por Neruda, el retrato hablado de la familia chilena y la pasión transversal devenida tradición en los 18 de ésta y tantas familias.

Con los años, el correteo se hizo breve y la carcajada penetró los rincones de todas las generaciones. Con los años, nos fuimos entendiendo todos y la casa se fue silenciando más a la hora de la comida. Con los años, nos hemos ido mirando a los ojos para repartir lo inconfesable y brindar en silencio, y en ese tránsito le di alcance a la palabra, justo unos días antes de la fiesta, después de recoger mis alas rotas. Un poema dedicado, además, a la guitarra que mi papá comprara por esos días y que, con flamante alegría, bautizara la tarde entera en un día en que mi abuelo, contra todo pronóstico, terminó incluso payando, cantando a voz en cuello canciones en donde la vida es un jardín, el jardín que plantamos con alegría en ese desierto mineral, mirando todo el tiempo de cara al mar como si al alma, con las mujeres tomando aguaperra en el comedor mientras se cuentan la vida y el tiempo se arrastraba detrás del sol que a esa hora se diluía en un arrebol recortado por las calaminas el techo, acuosas por el tímido vapor de la carne que se vuelve a calentar para los sánguches del té y que los hombres, todo el tiempo a medio filo sobre la copa, avivaban con paciencia mientras yo le recitaba a mi abuelo, con la vergüenza congénita del que escupe al destino o el candor de quien ama incluso en la desdicha, que mi padre se había comprado una guitarra para cantar canciones de amor, que nos convertían en niños y que, en esa niñez casi nietzscheana y lúbrica de brío, nos íbamos desconociendo. Por eso el poema pedía que mi padre siguiera cantando, por eso siguen cantando los poetas, por eso mi abuelo derramaba una lágrima avergonzada y, por primera vez en mi vida, lo veía en la total mudez de unos ojos sobrecogidos. Nuca más vi semejante silencio en su expresión más bien curtida, telúrica. Nunca más fue tan elocuente.

Porque nadie dijo que debíamos partir, el té sólo era un intermedio. Y se abre otra botella, y mi abuelo ya se durmió en el suspiro etílico de una tarde completa, su tarde, la tarde de la patria y la familia, casi una misma cosa en ese patio lleno de herramientas sin nombre y restos de madera y el eterno olor de la carne como una bendición a la familia que, todavía repartida en los rincones, sigue hilvanando las generaciones y viendo arder el vigor amoroso que los une.

Tanto ha pasado de eso, y parece todavía más desde la muerte de mi abuelo, en 2004. Acaso haya un minuto de silencio en la ceremonia, un pequeño suspiro por el segundo que ya no se espera a que nadie más se siente, un encendedor que no se tiende a un cigarro que no se yergue, un suspiro que no confirma… La música, en los rincones del patio, cada vez más chico en una familia cada tanto más grande, retumba como sus pasos en los pasillos de la memoria, aunque siempre el brindis lleva su nombre, aunque la patria tenga para siempre ese puro significado y éste, justamente, sea el brindis que arrime mi silente palabra al fuego en que vi, hace años, su concepción del mundo y su amor incalculable.


Photo Credits: Colby Stopa

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